Benito de Lué y Riega era asturiano, nacido en
Lastres, el 12 (17 según otras fuentes) de marzo de 1753, hijo de Cosme (o José)
de Lué y de María Josefa de Riega, cristianos viejos y sencillos hidalgos. Había
formado parte del Ejército español en su adolescencia, ya en 1770, adquiriendo
un carácter a la vez austero e inflexible. Siendo Oficial, abandonó la carrera
militar luego de la muerte de su esposa, e ingresó como eclesiástico. Se doctoró
en Teología en Santiago de Compostela y en Cánones en Ávila. Y fue,
posteriormente, deán de la Catedral de Lugo.
En 1801, el Consejo de Indias lo propuso al rey
Carlos IV (y éste luego al Papa Pío VII) para ocupar la sede diocesana de
Buenos Aires que había quedado vacante, siendo confirmado el 9 de agosto de
1802. Partió hacia el Río de la Plata el domingo 14 de noviembre de 1802, aún
antes de poder ser investido por el Papa.
Fue recibido por el virrey Joaquín del Pino en
persona en Montevideo el 30 de marzo de 1803. Y pasó a Buenos Aires, arribando
el 22 de abril. El 29 de mayo de ese mismo año viajó a Córdoba, donde su Obispo,
D. Ángel Mariano Moscoso lo consagró obispo el día 6 de junio.
Pero en vez de regodearse en la corte
virreinal, inmediatamente se abocó a realizar una minuciosa visita pastoral por
su inmensa diócesis —cosa que no se hacía desde 1779. Recorrió penosamente y en
medio de numerosos peligros Córdoba, Santa Fe, la Banda Oriental, Entre Ríos,
Corrientes, los pueblos de las Misiones, regresando a la Capital virreinal recién
el 3 de septiembre. Miles de fieles fueron confirmados, sacerdotes instruidos,
matrimonios regularizados, libros parroquiales corregidos.
En Buenos Aires consagró la catedral —que sólo había
recibido una bendición de su antecesor—, y durante todo octubre de ese año se
dedicó a inspeccionar los curatos de Buenos Aires y Quilmes, visitando Morón y
Luján. Al año siguiente, en abril, parte hacia el Litoral y la Banda Oriental
del Uruguay.
En 1805, el 9 de marzo funda el Seminario
Diocesano en la Capital, y, luego de eso, vuelve a cruzar el Río de la Plata,
remontando luego el Paraná hasta Corrientes y adentrándose después por la selva
hasta las antiguas Misiones. En su largo viaje, erigió numerosas iglesias,
capillas y parroquias.
El 25 de noviembre regresa por fin a Buenos
Aires. Al año siguiente, levantó las parroquias de San José de Flores y de San
Pedro González Telmo, que se extendían más allá de los límites actuales de la
Ciudad hacia el oeste.
Se preocupó especialmente por la formación y la
espiritualidad de su clero, ambas en estado calamitoso. En ese orden de cosas,
dictó conferencias a la que obligó a asistir tanto a seculares como a
regulares.
Todo esto disgustó especialmente a los
sacerdotes ilustrados, en especial los que ocupaban escaños en el cabildo
eclesiástico bonaerense y los párrocos que ocupaban los curatos más ricos. Los primeros
enviaron, al menos, tres cartas al Rey pidiendo la separación del Obispo Lué de
su sede entre 1804 y 1809. Se lo acusaba de cualquier cosa, desde alterar las
costumbres “de esta colonia” hasta de ir demasiado rápido por los caminos.
A diferencia de su antecesor, el obispo Azamor
y Ramírez, que gustaba de las letras y las ideas modernas, dado a la literatura
y la conversación erudita, el obispo Lué era buen teólogo y mejor canonista. Y como
tal, consideraba indispensable abandonar el onanismo intelectual y dedicarse a
la predicación y la catequesis —actividades que disgustaban a algunos clérigos
americanos que sólo aguardaban un momento para cruzar el Atlántico y poder así
frecuentar los salones y los clubes de pensamiento europeos.
Tampoco hay que despreciar el hecho de que
hiciera su divisa de la imposición de una férrea disciplina eclesiástica,
combatiendo principalmente a las “queridas” y concubinas de algunos de sus
dependientes.
Enseguida se granjeó el cariño del pueblo
humilde, pero recio, que admiraba a este prelado viajero, sencillo, sincero y
austero —ajeno a la política virreinal y peninsular que tanto gustaba a algunos
eclesiásticos americanos, especialmente entre el grupo de los ilustrados.
Sobre el desdichado obispo Lué pesan dos
horribles mentiras que, por repetidas al hartazgo, son por todos conocidas. Una
se refiere a la actitud del diocesano bonaerense durante la invasión inglesa de
Buenos Aires, diciendo que juró a las autoridades británicas. La otra, al
contenido de su voto en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, donde habría
dicho que “mientras quedara un sólo español en América, éste debería gobernar
sobre los criollos”.
Como es sabido, el jefe británico de Buenos
Aires, el brigadier William Carr Beresford, ordenó que todos los funcionarios
civiles, eclesiásticos y militares debieran prestar fidelidad al rey Jorge III
en forma obligatoria, pudiendo el pueblo, en general, hacerlo voluntariamente. A
cambio, Beresford concedía la libertad de cultos.
Si bien los miembros de la Audiencia se negaron
a hacerlo, los miembros del Ayuntamiento y del Consulado (excepción de Manuel
Belgrano que se encontraba en la Banda Oriental), y los jefes militares
capturados o rendidos, lo hicieron sin problemas. Lo mismo la mayoría de los
comerciantes. También entre los firmantes voluntarios estuvieron los futuros revolucionarios Juan José
Castelli y Saturnino Rodríguez Peña.
En cuanto al clero, la actitud fue diversa. Todo
el clero regular, encabezado por el prior dominicano Fr. Gregorio Torres,
excepto los betlehemitas, juró al monarca británico. Pero D. Lué y Riega logró,
mediante hábil diplomacia, que el clero secular evitara el juramento.
Luego de la reconquista de Buenos Aires, los
fiscales Villota y Caspe dictaminaron, en informe a la Corte, que la actitud
del obispo bonaerense fue realmente heroica, subrayando que no fue compartida
por ninguno de los otros funcionarios. Además, logrando granjearse la amistad
del jefe inglés, salvó de la muerte a varios desertores británicos y a los
naturales que los habían ayudado.
También se negó a sancionar con la excomunión a
los fieles bonaerenses que osaran tomar las armas contra el invasor británico,
como lo exigía Beresford.
En un oficio de Santiago de Liniers a la
Audiencia, decía el jefe reconquistador: “Dudo Sr. Exmo., que, de cuantos
obispos existen en América, haya uno más benemérito que el que ocupa la silla de
Buenos Aires, el Ilmo. Sr. D. Benito Lué y Riega… Hallándose en la triste
invasión de los ingleses, observó en estas críticas circunstancias una conducta
llena de energía, de prudencia y de caridad, la que le atrajo la mayor consideración
e influencia sobre el general inglés, y por ella se logró precaver varios daños
a que este infeliz pueblo se hubiera visto expuesto.”
Por si existía aún alguna duda sobre la infamia
que se vertió sobre la figura del excelentísimo obispo, el historiador anglo-argentino
Eduardo C. Gerding, habiendo accedido a archivos británicos, corroboró que el
Obispo nunca juró fidelidad al rey inglés. Por su parte, el cronista británico
Alexander Gillespie acusó al Obispo de ser uno de los principales ejecutores de
la reconquista de Buenos Aires.
Curiosamente o no, por el contrario, los
religiosos juramentados serán los más fervorosos sustentos de la Revolución de
Mayo y la Independencia.
También es falso que hubiese participado de la
rebelión contra el virrey Liniers. Lo cierto es que, el 1º de enero de 1809,
vestidos con sus ropajes episcopales, se entrevistó con los revoltosos en el
Cabildo y, luego, atravesó la Plaza hasta la Fortaleza, donde ayudó a alcanzar
la paz a ambos bandos, sin inútil derramamiento de sangre.
En cuanto a su participación en el cabildo
abierto del 22 de mayo de 1810, al que sólo concurrió una porción de aquellos
vecinos que tenían derecho a hacerlo, porque los revolucionarios habían cortado
los accesos a la Plaza Mayor.
La famosa frase “mientras existiese en España
un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar a
las Américas; y que mientras existiese un solo español en las Américas; ese
español debía mandar a los americanos” sólo fue recordada en la Memoria Autógrafa de Cornelio Saavedra,
sin figurar en las actas del cabildo abierto. Hoy, los historiadores más serios
ya no repiten la versión sino que creen que se refería al acatamiento debido al
Consejo de Regencia frente a aquéllos que sostenían como hábil maniobra
leguleya que la isla de León, donde sesionaba dicho cuerpo, no era propiamente
España.
El historiador e investigador Roberto H.
Marfany (La Semana de Mayo, 1955)
presentó un diario anónimo de un testigo de la Semana de Mayo, según el cual,
lo que verdaderamente dijo el Obispo fue “aunque hubiese un solo vocal de la
Junta Central y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la
soberanía”.
En cualquier caso, más allá de su opinión, su
voto fue el siguiente: “Que el excelentísimo señor Virrey continúe en el
ejercicio de sus funciones, sin más novedad que la de ser asociado para ellas
del señor Regente y del señor Oidor de la Real Audiencia don Manuel de Velasco;
lo cual se entienda provisoriamente y por ahora y hasta ulteriores noticias.”
Toda la descripción que hace Vicente Fidel López,
el “creador” de la historia argentina oficial, es espuria. “El obispo tenía
tomado asiento con anticipación, vestido con un lujo eclesiástico excepcional.
Llevaba todas las cadenas y cruces de su rango, riquísimos escapularios de oro
y cuatro familiares, de pie detrás de él, tenían la mitra el uno, el magnífico
misal el otro, las leyes de Indias y otros volúmenes con que se había preparado
a hundir a sus adversarios.” Nada de esto concuerda con su forma de ser ni con
las posibilidades prácticas que daba un cabildo abierto.
El día 26 de mayo, los miembros de la Junta le
enviaron una carta para informarle oficialmente sobre la destitución del Virrey
y el nombramiento de este cuerpo revolucionario. Sobre todo, se le exigía el
acatamiento a este nuevo orden de cosas, convocándolo a presentarse al Cabildo
para jurar fidelidad, junto con el resto del clero.
El Obispo respondió que acataba la Junta, pero
se excusó de participar en la ceremonia de juramento. Por el momento, aunque
disgustados, Saavedra, Moreno y los demás prefirieron no insistir.
Pero la paz duró poco. El miércoles 30 de mayo,
onomástico de Fernando VII, la Junta quería que se celebre un solemne tedéum
por el Rey y por la Revolución. Los días anteriores, Saavedra y el Obispo
cruzaron más de una carta con este motivo. Pasa que los funcionarios
revolucionarios querían ser recibidos en la puerta de la Catedral por una
dignidad —deán o arcediano— y otro canónigo. El digno Lué se rehúso, aduciendo
la falta de suficientes eclesiásticos como para emplear a uno en estos
menesteres. La Junta respondió amenazando subrepticiamente al prelado. Éste dijo
que había sido malinterpretado y que ya había dispuesto a dos sacerdotes para
recibir a los juntistas en la entrada.
Efectivamente en la mañana del 30, un dignidad
y otro canónigo esperaron a los nueve miembros en el atrio catedralicio y los
acompañaron a sus sitiales; pero, al finalizar la ceremonia, no había nadie
para escoltarlos de regreso. El tema se siguió discutiendo epistolarmente durante un mes
o más por los sucesos del día de San Fernando.
La excusa protocolar sirvió a los
revolucionarios para impedir al Obispo asistir a la Catedral y visitar su Diócesis
—que, en el fondo, era lo que se buscaba para evitar que difundiera ideas
opuestas “a la libertad de América”. Incluso, el 10 de julio, la impía Junta de
Gobierno le prohibió predicar y confesar.
El 21 de marzo de 1812, D. Benito Lué celebró
su onomástico en la quinta episcopal de San Fernando donde se encontraba en una
especie de arresto domiciliario. Como era costumbre, invitó a todas las
personalidades, y asistieron unas cien —entre ellas, muchos enemigos notorios
del Obispo que lo hacían por primera vez—. Se ofrecieron chorizos, morcillas, riñones, jamones, pollos,
gallinas, pichones, patos y pavos. Todo acompañado de vino a granel.
A la mañana siguiente, el Obispo no se levantó
temprano de su cama como era costumbre. Cerca de las 8.30 horas, sus criados
ingresaron en su cuarto con preocupación. Yacía muerto en su lecho. El último
en verlo con vida había sido el arcediano Ramírez, conocido revolucionario y
enemigo del prelado.
Pronto se esparció el rumor del envenenamiento.
Sabiendo lo que esto podría causar contra los partidarios de la independencia,
el Triunvirato se apresuró a asegurar que la muerte del obispo bonaerense fue
por causas naturales. De hecho se prohibió siquiera mencionar en público la
posibilidad de otra cosa.
El investigador Miguel Ángel Scenna ha
confirmado, luego de una profunda pesquisa, que el Obispo fue envenenado con
toda probabilidad (cf. “El caso del obispo envenenado”, Todo es Historia nº 32).
Don Benito Lué y Riega, mártir de la lealtad, fue
sepultado el 24 del mismo mes en la catedral metropolitana de Buenos Aires
donde aún descansan sus restos mortales.
Tras su muerte, la cátedra bonaerense fue
usurpada por el canónigo D. Diego Zavaleta el día 30, con acuerdo entre el
Triunvirato y el Cabildo Eclesiástico, que, para evitar un cisma formal, usó el
título de “Provisor Diocesano”.
Se inicia así, en la enorme diócesis de Buenos
Aires que iba desde el Paraguay y el sur del Brasil hasta toda la Patagonia y el sur del Chile actual,
un oscuro período de sede vacante y cisma material que se prolongará hasta marzo de
1830.
¿Ésta es la “revolución católica”?
Compartiendo el amor por España y en pos de la Comunidad Ibérica de Naciones heredera del Imperio donde no se ponía el Sol, ruego a Dios que logremos formar un frente unido los que amamos nuestro origen español y cristiano y que no se vuelvan a cometer los mismos errores como los que describía el discurso pronunciado por el Brigadier General Juan Manuel de Rosas ante el cuerpo diplomático reunido en el fuerte del 25 de Mayo de 1836.
ResponderBorrar"¡Qué grande, señores, y qué plausible debe ser para todo argentino este día consagrado por la Nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año mil ochocientos diez! ¡Y cuán glorioso es para los hijos de Buenos Aires haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y una dignidad sin ejemplo! No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituídas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la Nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la poseción de su autoridad, de que había sido despojado por un acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en su desgracia. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella, y no ser arrastrados al abismo de males en que se hallaba sumida España.
Estos, señores, fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo abierto celebrado en esta ciudad en 22 de Mayo de mil ochocientos diez, cuya acta deberá grabarse en láminas de oro para honra y gloria intensa del pueblo porteño. Pero ¡ah!...¡Quien lo hubiera creído!...Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad a la Nación española y a su desgraciado Monarca: un acto que ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente como una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber agotado su admiración y gratitud para corresponderlo dignamente.
Y he aquí, señores, otra circunstancia que realza sobre manera la gloria del pueblo argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno español, perseveramos siete años en aquella noble resolución, hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanzas de ver el fin, y profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba esta tierra de bendición anegada e nuestra sangre inocente con ferocidad indecible por quienes debían economizarla más que la suya propia , nos pusimos en manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España, y de toda otra dominación extranjera.
El Cielo, señores, oyó nuestras súplicas. El cielo premió aquel constante amor del orden establecido, que había excitado hasta entonces nuestro valor, avivado nuestra lealtad, y fortalecido nuestra fidelidad para no separarnos de la dependencia de los Reyes de España, a pesar de la negra ingratitud con que estaba empeñada la Corte de Madrid en asolar nuestro país. Sea pues nuestro regocijo tal cual lo manifestáis en las felicitaciones que acabáis de dirigir al gobernador por tan fausto día; pero sea renovando aquellos nobles sentimientos de orden, de lealtad y fidelidad que hacen nuestra gloria, para ejercerlos con valor heroico en sostén y defensa de la Causa Nacional de la Federación, que ha proclamado toda la República. De esta causa popular bajo cuyos auspicios en medio de las dulzuras de la paz, de la tranquilidad, podamos dirigir nuestras alabanzas al Todo Poderoso y aclamar llenos de entusiasmo y alegría.
Nos gustaría contactar con ustedes de manera privada. Le agradeceríamos que nos facilitaran alguna dirección de correo electrónico dispuesta a este fin. Gracias de antemano.
ResponderBorrarEstá muy claro que Cornelio Saavedra en sus memorias quiso aniquilar moralmente a monseñor Lué y Riega pintándolo como un energúmeno con un voto que era incluso contrario a la realidad americana, los españoles americanos llegaban a las mas altas esferas del gobierno. Y en el Río de la Plata tenemos un elocuente ejemplo, el Virrey don Jorge Vértiz era americano, había nacido en la Nueva España.
ResponderBorrarPero no solo en el gobierno los americanos alcanzaban las mas altas jerarquías, en el Ejército el teniente general José La Mar era quiteño y también en la Iglesia, aquel obispo de Asunción que tanto luchó con los jesuitas para imponer el catolicismo en las Misiones, Fray Bernardino de Cárdenas, era americano hijo de dos conquistadores del Perú.
Y vayan estos tres nombres como ejemplo, se podrían citar centenares de ellos.
Y ahora dos palabras sobre Cornelio Saavedra. Como todos los revolucionarios, Belgrano y San Martín incluidos, Saavedra era un perjuro.
Había jurado defender y seguir la bandera española y fidelidad tanto a carlos IV como a su sucesor Fernando VII.
Este carácter de perjuro que nuestra historieta oficial jamás menciona nos demuestra su sentido del honor y moral.
Segundo el obispo Lué era militar de escuela y desde casi un niño había ingresado a un ejército profesional alcanzando a graduarse de Oficial Jefe, Sargento Mayor, después de largos años de servicio activo.
Saavedra era un comerciante o sea un representante de la aristocracia de la vara de medir porteña (Aunque este tendero era potosino).
Fue designado coronel por el voto de los soldados de su regimiento. Ese carácter plebiscitario y democrático es una burla al espíritu militar. Su única actuación bélica fue durante las invasiones inglesas.
Don Benito Lué y Riega estaba muy lejos del energúmeno pintado por Saavedra, un testigo totalmente imparcial, el capitán inglés Alexander Gillespie, hombre cuya perspicacia queda reflejada en las atinadas y profundas observaciones que nos ha dejado en su obra, conocida entre nosotros como "Buenos Aires y el Interior".
Gillespie que evidentemente estuvo a cargo de la inteligencia del invasos nos dice al respecto "Esa cabeza de la Iglesia había alcanzado en sus primeros d´´ias el grado de mayor en los ejércitos españoles.... Estaba dotado además con una figura elegante, con una amabilidad que inspiraba confianza y un modo de decir las cosas que intrigaba, para lo que estas cualidades eran auxiliares muy útiles".
Como se ve monseñor Lué y Riega era una persona de gran valía, por eso se decidió aniquilarlo moralmente, paso previo para el definitivo aniquilamiento material, conseguido bajo el gobierno del Triunvirato manejado por Rivadavia, con la colaboración de un cura apóstata.
Es muy sintomático que rivadavia también hubiera hecho asesinar a Fray José de las Ánimas, único superior del clero regular que no juró fidelidad a la Corona Británica
Fray José y el Obispo fueron dos mártires de la religión y la lealtad a la Patria.