"Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia."

viernes, 30 de marzo de 2012

Bicentenario, Revolución y Tradición


Hemos leído la nota intitulada “Bicentenario y Tradicionalismo”, que publica el bloc de notas Crítica Revisionista (8/III/2012), autoría del profesor Dr. Fernando Romero Moreno, y publicada originalmente en la revista “Ahora Información” (nº 105, VII-VIII/2010), con el título “Bicentenario de Mayo: explicación desde el otro lado del Océano”. Ya dicho artículo fue contestado de forma magistral en la misma revista por el profesor Dr. José Fermín Garralda Arizcun, bajo el título “Buenos Aires y la Revolución de 1810: Tradición o Revolución”, que puede leerse aquí, sin embargo nos gustaría hacer constar algunos comentarios propios glosando el texto del Dr. Romero Moreno—a quien, desde ya, abrimos las puertas para comentar, responder o aclarar lo que crea conveniente, si lo desea, tiene ganas y tiempo—.

A continuación, entonces, nuestras observaciones.

BICENTENARIO Y TRADICIONALISMO

Conocer y festejar los acontecimientos fundamentales de la historia patria es un honroso deber de justicia con nuestros antepasados y una grave responsabilidad respecto de las nuevas generaciones. Por eso es importante saber qué es lo que celebramos en esta jornada cívica.

Hay quienes han enseñado que los hechos del Año X fueron una copia de la Revolución Francesa —laicista y regicida—, una rebelión contra la Tradición religiosa y cultural heredada de España o un acto cómplice con las pretensiones colonialistas de Gran Bretaña. Lo cual complica el explicar un acontecimiento como este a hermanos españoles, con quienes compartimos los mismos ideales.

Antes de que empecemos a leer los tópicos del revisionismo nacionalista, justo es aclarar que entre “quienes han enseñado” esto, están los mismos protagonistas. Es decir, no se trata de un relato construido años después por liberales que pretenden llevar agua para su molino. Por ejemplo, Manuel Belgrano, como ya hemos visto aquí, afirmando que se vio inspirado por la Revolución Francesa. O, respecto a la complicidad con el colonialismo británico de los miembros de la Junta de Mayo, sólo habría que leer los nombres de los implicados en la fuga de Beresford o, como ya hemos hecho aquí (por ejemplo, en los casos de los oficiales Montague y Ramsay, del agente inglés Paroissien, del papel británico en la extraña muerte de Moreno, o de la gran estrategia británica, ), revisar la registrada participación de la flota británica en mayo de 1810 en las costas del Río de la Plata—hecho coronado con el izamiento de la insignia británica en el Fuerte de Buenos Aires el mismo 26/V/1810—.

Sin embargo, la buena voluntad de ambas partes puede ayudar a un diálogo fecundo, partiendo aquellos principios que nos unen: la fidelidad a la Religión Católica y a la Tradición de las Españas.

La buena voluntad se descuenta. Por supuesto. Pero ello implica, también, estar dispuesto a modificar un relato —como el revisionista nacionalista— que es insostenible ante la abrumadora cantidad de evidencias en contrario.

Como punto de partida dejemos centrado que existieron cuatro tendencias en torno a la Revolución de Mayo: dos impulsoras de la misma y dos contrarias. De las impulsoras, una fue de tendencia tradicionalista (Saavedra) y otra liberal (Mariano Moreno). De las contrarias, una fue igualmente tradicionalista (Abascal, Liniers, Elío) y otra liberal (Consejo de Regencia y Cortes de Cádiz). 

Se trata de una petición de principios. Dividir a la Primera Junta, y los gobiernos siguientes, en dos partidos —uno tradicionalista y otro liberal—, es una misión harto difícil y que implica hacer muchos supuestos y amputar los dichos y los hechos de muchos de sus protagonistas. Es curioso, por dar un ejemplo, que los defensores de la supuesta “tendencia tradicionalista” del saavedrismo tomen como argumento justificador de la Revolución de Mayo el dicho por Castelli (personaje paradigmático de la “tendencia liberal”) en el cabildo abierto del 22/V/1810; al mismo tiempo que desdeñan las explicaciones que hizo el propio Saavedra en su Memoria. Pero, además, ¿era tradicionalista Saavedra? Hemos visto que no. ¿Lo era el deán Funes, líder del saavedrismo? ¿puede serlo quien traicionó a Liniers y escribió en La Gazeta el justificativo de su asesinato? Pues ya hemos visto que el presbítero Funes había sido el principal impulsor de la reforma ilustrada de la Universidad y de la diócesis de Córdoba del Tucumán. ¿Acaso hubo alguna oposición significativa a lo dispuesto por el secretario Moreno —supuesto líder de la “tendencia liberal”— antes de que se produjesen simples luchas por el poder que fue lo que en realidad dividió a saavedristas y morenistas? El arcabuceo de Liniers, la publicación con dineros públicos de El Contrato Social de Rousseau, el destierro de Duarte (quien se atrevió a hacer públicas —y así arruinar— las veleidades bonpartistas de Saavedra), la puesta en práctica del Plan de Operaciones, etc. fueron todos hechos aprobados por la Junta, en forma unánime (excepto el Pbro. Alberti que se abstuvo en el caso de Liniers, pero que luego —misteriosamente— va a morir). ¿No será que, como hemos sostenido aquí, Moreno es el chivo expiatorio del revisionismo nacionalista?

Las razones por las que adherimos a la Revolución de Mayo en su tendencia tradicionalista encabezada por Don Cornelio Saavedra (Presidente de la llamada Primera Junta) es el objeto principal de estas líneas. Pero los principios religiosos y políticos de los que partimos nos hacen mirar con comprensión, simpatía y respeto la reacción contraria de Liniers, así como nos llevan a rechazar el “Mayo de Mariano Moreno” como el “Anti Mayo” del Consejo de Regencia y de las Cortes de Cádiz.

Si aceptamos esa división matricial de la historia de la Revolución de Mayo entre “patriotas” y realistas, atravesados transversalmente por el tradicionalismo y el liberalismo, obteniendo así “patriotas”-tradicionalistas, “patriotas”-liberales, realistas-tradicionalistas y realistas-liberales, claro que podemos hacer apreciaciones como ésa. Pero el problema es que para ello deberíamos comprobar la existencia de estos compartimentos estancos, en caso de haber existido.

Ciertamente, y como hemos repetido numerosas veces en este bloc de notas, el liberalismo infiltró las fuerzas realistas, desde arriba (Cádiz primero, Madrid después), desde abajo (por el contacto con la Francia revolucionaria primero y con la Gran Bretaña de la guerra napoleónica peninsular después) y desde afuera (por el contacto con los insurgentes americanos, especialmente durante las numerosas treguas locales y el comercio e intercambio entre los bandos cuyas “fronteras” no eran tan precisas como se puede creer). Así hemos visto a los que eventualmente terminarán traicionando la Causa en Ayacucho, enfrentándose a Olañeta o abandonando a su suerte a los pincherinos. Pero lo que importa, fundamentalmente, no es lo que personajes individuales puedan o no haber hecho, sino la justicia de la Causa de los que defendían el bien común político —la unidad de la patria y la fidelidad al Rey—, como excepcionalmente explica J. A. Ullate en su magistral libro Españoles que no pudieron serlo (de sospechosa nula distribución en nuestra América hispánica), frente a los intereses particulares y mezquinos de los que la historiografía posterior, asumiendo la propaganda bélica como punto de partida, llamó “patriotas”, por muy justos que hayan sido sus sentimientos de agravio, sus deseos de mayor representatividad, sus necesidades de mayor apertura del monopolio hispano, sus reivindicaciones frente a políticos afrancesados e iluminados en la Metrópoli… Cualquiera de estas causas, justas, justificables o entendibles, en su contexto, excusa del mayor bien, el bien común político, que es causa final de toda vida en sociedad, de cualquier sociedad política (o estado, si se prefiere un término de uso común aunque significado un tanto equívoco).

Como cualquier hecho histórico, la Revolución de Mayo obedeció a múltiples factores que no es posible reseñar en estos momentos. Es cierto que minorías iluministas y agentes ingleses quisieron aprovechar para oscuros propósitos la instalación de la Primera Junta, como lo hacían simultáneamente con los heroicos defensores de la Independencia española que combatían a Napoleón. Pero fue precisamente el Presidente de dicha Junta (principal protagonista de la gesta), quien se encargó de dejar bien sentado los alcances de la Revolución. Don Cornelio Saavedra, que de él estamos hablando, había dicho al Virrey Cisneros que “no queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos”.

¿“Reasumir nuestros derechos”? ¿Qué “derecho” tenía Saavedra otro que la fuerza que le daba el hecho de ser comandante honorario de una milicia como representante de una de las principales familias de comerciantes del Alto Perú? ¿Qué “derecho” podía invocar sobre todo el (mal llamado) Virreinato del Río de la Plata una Junta reunida contra derecho y designada —bajo amenaza— por un ayuntamiento municipal? Vemos aquí ecos de Rousseau, de Locke… o, si se prefiere, de un Suárez, mal enseñado por los clérigos ilustrados de Charcas y confusamente asimilado por sus discípulos criollos (¡en ningún lugar de toda su obra Francisco Suárez justifica la secesión!).

El siguiente párrafo merece que lo tratemos por separado:

En efecto, como consecuencia de la Conferencia de Bayona en 1808, Carlos IV y Fernando VII habían entregado España y los reinos americanos al despotismo de José Bonaparte, facilitando además la invasión napoleónica. Sin embargo, tanto en la Península como en el Nuevo Mundo, los pueblos —suponiendo que Fernando había actuado bajo presión— formaron Juntas a su nombre —“Por Dios, por la Patria y el Rey” como se decía— para resistir a los franceses.

Efectivamente podemos sintetizar los hechos de esta manera. Sin embargo, es un poco curioso el tiempo que se tomaron los americanos para formar Juntas… Pero, además, las Juntas que se conformaron siguieron el modelo que aquí, de este lado del Atlántico, tuvieron las primitivas, con la participación de los principales cabildeantes, el virrey y demás autoridades civiles y eclesiásticas. Lo que no fue el caso de Buenos Aires, donde expresamente se hizo de otra forma.

La Junta Central de Sevilla se atribuyó por aquel entonces el gobierno de América, aunque no tenía títulos legítimos para pretender nuestra obediencia, ya que las Indias eran autónomas y sólo al Rey debían fidelidad (como había dispuesto en 1519 el Emperador Carlos V).

Esto no es tan así. Hay varias afirmaciones en esta oración que deberían ser matizadas. En efecto, las Indias —o América como ya se las denominaba desde el siglo XVII— debían fidelidad sólo al Rey. Pero éste gobernaba a través de los funcionarios por él nombrados y las instituciones creadas al efecto. El caso de los Reinos de Indias es totalmente asimilable al de los demás reinos de las Españas. La Junta Central vino a unificar —en tiempos extraordinarios, como son los de guerra, con una enorme proporcion de la Península Ibérica bajo control napoleónico— el gobierno de las Españas. Y, para ello, independientemente de cierta terminología equívoca utilizada (como el hablar de “nación española”), esa Junta Central llamó a los ayuntamientos americanos a nombrar representantes a Cortes.

En realidad, dicha autonomía ya venía siendo atropellada por los Borbones desde su llegada a la Corona en 1713, y los americanos temían que las autoridades peninsulares y quienes a ellas respondían —como el Virrey Cisneros en Buenos Aires o el Gobernador Elío en Montevideo— siguieran cercenando nuestros fueros o negociando la libertad americana frente a Napoleón, los ingleses o los portugueses.

Aquí encontramos una de las paradojas del revisionismo nacionalista argentino. Se acusa a los Borbones de todo tipo de iniquidades —desde la supresión de la Compañía de Jesús (que el tiempo daría la razón) hasta la Ordenanza de Intendentes (que nunca llegó a efectivizarse del todo y los hechos históricos de 1810, con el papel protagónico de los cabildos, lo demuestran)—, pero al mismo tiempo se reivindican otras medidas quizá mucho más “anti-tradicionales” como la creación del Virreinato del Río de la Plata, unificando una provincia marginal del Virreinato peruano como la de Buenos Aires (y Asunción, juntas o separadas según la ocasión), con las más ricas y rivales del Tucumán y el Alto Perú (subordinándolas a aquélla) y la de Cuyo (que dependía directamente de Chile).

Por eso, cuando en mayo de 1810 se supo en el Río de la Plata que aquel organismo —la Junta Central— había desaparecido, y que toda España —excepto la Isla de León— estaba ocupada por los ejércitos del Gran Corso, los vecinos principales de Buenos Aires presionaron para deponer al Virrey y lograr el autogobierno.

Es decir, se provocó una Revolución. Hablemos claro.

Como magistralmente dice el Dr. Garralda: “Las primeras Juntas (no digo gobiernos) no fueron un acto de fidelidad al Rey, y menos fidelidad heroica. Existía otra manera de retomar la tradición política hispana frente a unos Gobiernos absolutistas que se habían alejado de ella, como mostraron el Reino de Navarra resistiéndose al absolutismo, los realistas renovadores peninsulares, y después el Carlismo.” No estamos proponiendo una alternativa histórica teórica o ideal (como proponía en la ficción un libro del Dr. Beccar Varela), sino una opción bien concreta que se vio plasmada en la Península, frente a los “revolucionarios” que también allí quisieron “lograr el autogobierno” —los liberales gaditanos, los que luego se exiliaron en París o Londres, los que volvieron en el Trienio o los que finalmente regresaron (para quedarse) con la reina Cristina—. En cualquier caso, y para terminar por ahora con el comentario, los gobiernos “autonómicos” americanos no tenían ninguna razón de existir tras el regreso de Fernando VII en 1814.

Así formamos el Primer Gobierno Patrio, sin romper los vínculos con Fernando VII (uno de los que votaron por la destitución del Virrey, el célebre Padre Chorroarín emitió su voto diciendo que lo hacía “Por Dios, por la Patria y por el Rey”), en la esperanza de que vuelto al Trono respetara nuestra libertad, aunque preparándonos también para la Independencia si España se perdía definitivamente en manos de Napoleón o si Fernando regresaba como monarca absoluto y centralista.

Hablar de “Primer Gobierno Patrio” es en sí una petición de principios, puesto que supone que no había Patria antes del 25/V/1810. Lo cual es un sinsentido. La Patria eran las Españas, en su pluralidad de reinos y provincias en Europa, América y Asia. Lo que se crearía, en todo caso, serían naciones, pero naciones-Estados según el modelo ilustrado decimonónico. ¿Qué diferencia esencial —en sentido metafísico— existe entre la República Argentina, la República Oriental del Uruguay, el Estado Plurinacional de Bolivia o la República Chilena? Pues no lo hay. Sólo hay unos límites de un territorio definido por la fuerza (por los hechos consumados, la guerra y/o la ley positiva), sometido a un Estado-nación, que gobierna (o desgobierna, la mayoría de las veces) desde una capital.

¿Desde cuándo los súbditos pueden poner “condiciones” para no independizarse? Aunque Fernando VII hubiese sido el peor monarca de la historia, absolutamente déspota y centralista, la independencia no queda justificada. Si llevamos este “principio” (que el nacionalismo revisionista usa como justificativo) a su aplicación efectiva como base fundante de la República Argentina, entonces justificaríamos cualquier secesión sobre la base de que, sucesivamente, hemos tenido en el Sillón de Rivadavia a malos gobernantes, corruptos y anticristianos en sus leyes (de una manera que a Fernando VII, en el peor de sus días, no se le hubiese siquiera cruzado por la mente). ¿No nos damos cuenta que al quebrar la unidad de la Patria hemos puesto dinamita bajo los cimientos de nuestras republiquetas? No hay que hilar muy fino en la historia para comprobar que el quiebre de la unidad política de las Españas introdujo el germen de la discordia y la guerra fraternal entre americanos, rompiendo varios siglos de una “pax hispana” conservada casi sin ejércitos ni policías sino por la simple existencia de la figura de un Rey que, a pesar de todos sus muchos defectos humanos, era padre de su pueblo.

El primer gobierno patrio fue pues, un acto de fidelidad heroica a un Rey que no merecía ya nuestro vasallaje, a la vez que una medida prudente para preparar la posible independencia.

¿“Fidelidad heroica”? Lo dicho por el profesor Garralda. ¿“Que no merecía ya nuestro vasallaje”? La doctrina católica tradicional, aún cuando puede llegar al extremo (discutido) de admitir la rebelión contra leyes injustas o contra un Rey herético, la deposición y, hasta, el magnicidio en casos de extrema necesidad, nunca ha admitido la secesión ni la supresión de la Corona como institución.

Autonomía respecto de la España peninsular, defensa frente a Napoleón y fidelidad a los valores de la Tradición, esos fueron los móviles de la Revolución de Mayo en protagonistas como Don Cornelio Saavedra o el Padre Chorroarín y en la interpretación posterior de otros patriotas que tuvieron relevancia tanto en aquellos hechos como en la Declaración de la Independencia. Me refiero a próceres de pensamiento tradicional y católico como Don Tomás Manuel de Anchorena o el Padre Castañeda.

Sobre esto ya hemos hablado más arriba. Sólo nos resta repetir que el status clerical no previene contra una mala doctrina, especialmente en temas de ética política de más ardua disquisición para el no especialista. De hecho, como hemos dicho en este bloc de notas en una ocasión en general y en otra, en forma particular, el papel de los clérigos en la Revolución fue de primer orden. Tanto fue así, que el revolucionario y agente británico Miranda llegó a afirmar que el Cuartel General de la Revolución Americana estaba en los Estados Pontificios —en referencia a muchos ex jesuitas allí exiliados—.

Quienes quisieron desviar la Revolución de Mayo de ese camino, como Moreno o Castelli —instaurando un terrorismo jacobino, propiciando o tolerando el libertinaje y la impiedad religiosa, negando los derechos de las provincias, cediendo a las pretensiones británicas— fueron apartados sin contemplaciones.

¿En serio? ¿Cuándo? ¿en qué momento? ¿Fueran “ésas” las razones por las que fueron “apartados sin contemplaciones”? ¿O fue, más bien, el fruto de luchas políticas entre los sectores o partidos que se disputaban el poder revolucionario?

Es lo que se desprende del epistolario de Don Cornelio Saavedra. En carta a Chiclana del 15 de enero de 1811, decía el Presidente de la Primera Junta: “El sistema robesperriano que se quería adoptar (…), la imitación de revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a Dios que han desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la Justicia son únicamente las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y particulares intereses eran (…) diametralmente opuestas al ejercicio de las virtudes”. Por su parte, en carta a Viamonte del 17 de junio de 1811 sostenía: “¿Consiste la felicidad general en adoptar la más grosera e impolítica democracia?” —es decir, no una sana aplicación del “principio democrático”, sino una democracia relativista y demagógica— “¿Consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar?” —como sucedió con el fusilamiento de Liniers o las tropelías cometidas por los hombres de Castelli en el Alto Perú— “¿Consiste en la libertad de religión?”, es decir en el indiferentismo y el secularismo. “Si en eso consiste la felicidad general, desde luego confieso que ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y lo que más añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando”.

¿Son éstas palabras de un tradicionalista o de un conservador, de un “girondino”, de un “conservador de la Revolución” —según la genial definición de Balmes—? Lo dicho. ¿Por qué el saavedrismo —que contaba con el principal apoyo militar y con el de los caudillos orilleros— esperó para actuar todo el tiempo que esperó y, mientras tanto, convalidó todo lo actuado por Moreno, Castelli, Belgrano, etc.?

La Revolución de Mayo desembocó finalmente —luego de seis difíciles años— en la Declaración de la Independencia.

Éste es uno de los favoritos del nacionalismo revisionista. La independencia no fue buscada sino que fue una trágica e inevitable eventualidad a la que llevaron las leyes inexorables de la historia. Para ello debe negar la existencia de la llamada “máscara de Fernando VII” —los vivas al Rey que hipócritamente cubrieron los primeros años de la Revolución— y toda la enorme documentación que existe al respecto. Como hemos dicho más arriba, siguiendo al Prof. Garralda, la independencia no era la única alternativa. Como hemos dicho en algún momento, el 9/VII/1816 significó no la independencia, sino “el abandono del cálido hogar paterno hispánico en búsqueda de utópicos ideales revolucionarios, según expresa nuestro himno nacional, para acabar en el chiquero donde se mezclan lo peor del liberalismo anglosajón y europeo continental”. A pesar de los cambios realizados a dicho himno, lo fundamental quedó: “¡Oíd, mortales!, / el grito sagrado: / ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! / Oíd el ruido de rotas cadenas / ved en trono a la noble Igualdad. /…”

Fueron la religión, el orden, la justicia, la tradición, las libertades concretas, los valores que presidieron a los más esclarecidos de nuestros patriotas. No el laicismo, el igualitarismo, el espíritu revolucionario o las “libertades de perdición”, como llamarían los Papas del siglo XIX a los falsos derechos surgidos de las revoluciones liberales —y que encandilaban a la facción “ilustrada” del bando patriota—.

Pues eso no es lo que la historia ha plasmado. Ni siquiera en nuestros símbolos. Eso no es lo que recoge nuestro himno ni nuestro escudo nacional. ¿No será que la facción “tradicional” no existió realmente?

Con justa razón afirmaba en 1819 el Padre Castañeda —uno de los líderes de nuestra Independencia—: “no nos emancipemos con deshonor como rebeldes, forajidos y ladrones, sino con el honor correspondiente a los que hemos sido hijos y vasallos de la corona. Motivos hay muy justos para separarnos, sobran las razones para la emancipación: la ley natural, el derecho de gentes, la política, y la circunstancias todas nos favorecen (…) La piadosa América cuando determina emanciparse no es sino para renovar su juventud como la del águila, (…) para ser el emporio de la virtud, el templo de la justicia, el centro de la religión y el ‘non plus ultra’ de la hidalguía, de la nobleza, de la generosidad y de todas las virtudes cívicas”.

Las palabras de Castañeda muestran un interesante tono poético, donde se percibe claramente la confusión imperante en el clero, aún en el más conservador como es el caso. Ya lo hemos dicho antes, ¿hay “motivos… muy justos para separarnos” o “las razones [que sobran] para la emancipación”? ¿Qué motivo hay más alto que el bien común de la Patria para justificar su ruptura? Se nos ocurre, tal vez, el caso de un soberano que obligara a todos sus súbditos a apostatar. Y aún en ese caso habría que analizar si no hay ninguna otra alternativa. Pero, en cualquier caso, no era ésta la situación de América en 1810.

Es nuestro deber como cristianos y como argentinos no dejar que nos falsifiquen la historia, que nos roben la memoria colectiva, que nos oculten el ejemplo de nuestros arquetipos. Los Padres de la Patria independiente nos han marcado el camino. Forjar una Nación justa, una Nación libre, una Nación cristiana, fieles a los principios de la Hispanidad. Tenemos fueros limpios. Seamos fieles a esa herencia.

El autor habla de “nación”, término por demás equívoco para referirlo a nuestros países americanos. El término tradicional “nación” (del lat. nātĭō) hacía referencia a raza e idioma. ¿Qué diferencias concretas de lengua o raza existen entre la República Argentina o la del Perú, o aún, con la de Federal Mexicana? Sólo podemos pensar en la idea moderna e ilustrada de “nación”, que no es otra que la de “nación-Estado”, que viene a reemplazar la figura del Rey por un “aparato” burocrático, una entelequia legal auto-constitutiva (autonómica en sentido etimológico) que, en última instancia, se justifica por la “voluntad general” revolucionaria, para imponer la ley positiva, creada ex nihilo, en un territorio determinado y delimitado.

Compartimos con el autor, sin embargo, de cuya buena voluntad no dudamos, los deseos de fidelidad a la herencia hispánica. Pero, siguiendo a Castellani, decimos que tenemos el deber de “pensar la Patria” y de “hacer verdad”. Y esto implica reconocer que las republiquetas americanas son inviables en su actual situación. No sólo económicamente, sino también cultural, social y políticamente. Y que éste es un vicio de origen: nuestro pecado original de impiedad, perjurio y traición.

Fuente: http://biblio18de4.blogspot.com.ar 




lunes, 26 de marzo de 2012

San Martín y la masonería: Profundizando


Ya nos hemos referido aquí a la pertenencia masónica de José de San Martín y de su Logia Lautaro. Pero como el mito nacional-católico sigue dando vueltas, al menos por la Internet dado que la historiografía más o menos seria ya no lo sostiene y, además, porque lo habíamos prometido, profundizaremos un poco más en el asunto.

Ya hemos señalado, también, que el yerno de San Martín, Mariano Balcarce, según confirma en carta a Mitre (del 30 de noviembre de 1860), evitó entregar todos los documentos que se referían a la pertenencia de su suegro a “la masonería y demás sociedades secretas”. Es por esta razón que Bartolomé Mitre evita en su conocida biografía referirse al tema; y  no, como sostiene el mito nacionalista, porque SM no fuese masón. Recordemos que es obligación de todo masón no divulgar los nombres de los miembros de la secta, especialmente si éstos se han negado expresamente a ello. Y ahí tenemos la carta de Balcarce que “compromete” a su hermano de Orden.

Otro argumento que se da como “definitivo” para sostener el mito es el de las respuestas que Patricio Maguire habría recibido de tres grandes logias británicas. Se dijo, al presentar las mismas, que “cabe acotar que esta Gran Logia [Unida de Inglaterra] es considerada por todos los masones, como la Gran Logia Madre del Mundo y en sus registros consta toda la información relativa a los hermanos masones de todos los países vinculados a ella, incluida la Argentina”. Oración en la que encontramos tres mentiras y varias inexactitudes; demostrando que por muy “experto” en Masonería que fuese Maguire, desconocía por completo la organización de la misma, tanto en el pasado como en el presente, y su variedad de obediencias y ritos.

Por lo tanto, si es muy posible que Mariano Balcarce destruyera esos documentos a los que nos referimos antes y si es también posible que se haya perdido la documentación que pudieran conservar las logias a las que perteneció SM, nos quedan sí muchos indicios.

1) En las “normas para la educación” de su hija Mercedes incluye varios artículos de clara referencia masónica, como el 6º, en el que se pide “acostumbrarla a guardar un secreto”, o el 7º sobre “inspirarla sentimientos de respeto hacia todas las religiones”. ¿Por qué tanta preocupación por el guardar “un secreto”? ¿cuál? En cuanto al “respeto hacia todas las religiones” no tendríamos nada que objetar, excepto por la preocupación que denota el “Libertador” sobre ello, la tan famosa tolerancia religiosa masónica, en la educación de ¡su hija!

2) Las cartas de SM al general británico William Miller, su amigo y antiguo camarada, cuya pertenencia a la masonería es conocida, están llenas de estos indicios. En la del 16 de octubre de 1827, SM reconoce que asiste a las reuniones en los salones de la Sociedad de Comercio de Bruselas donde “trabajaba” la Logia “Partaite Amistié” —la misma que acuñó una famosa medalla que regaló a SM en 1825 y éste conservó hasta su muerte ¡veinticinco años después!—. O aquella otra misiva de 1838 donde le dice enfáticamente: “No creo conveniente hable usted lo más mínimo de la logia de Buenos Aires; éstos son asuntos enteramente privados y que aunque han tenido y tienen una gran influencia en los acontecimientos de la revolución de aquella parte de América, no podrán manifestarse sin faltar por mi parte a los más sagrados compromisos.” Comentarios al margen: ¿A qué “logia de Buenos Aires” se refiere? ¿a la Logia Lautaro? ¿Pero, entonces, por qué habla en tiempo presente si (supuestamente), en 1838, ya se había disuelto? Supongamos que se refiere a sus fines (ya sabemos que para el mito nacionalista, la Logia Lautaro tenía como único fin la traic… decimos, la independencia); ¿entonces por qué deben aún guardarse sus secretos 14 años después de Ayacucho? Finalmente, ¿de qué “asuntos enteramente privados” habla si la independencia es algo bastante público?

3) La correspondencia de SM con Juan Martín de Pueyrredón. Como la del 10 de septiembre de 1816, en la que dice: “El establecimiento de matemáticas será protegido hasta donde alcance mi poder. El nuevo secretario Terrada es también matemático y por consiguiente ayudará.” En la del 2 de noviembre, SM se refiere al envío de Castex “a Salta con el designio de persuadir a Güemes de la necesidad de que se dedique al estudio de las matemáticas para mejor conocer el terreno en que ha de hacer la guerra”. En otra esquela, del 3 de marzo de 1817, le pide SM a Pueyrredón que le envíe a Guido “por ser conocedor de las matemáticas”. No hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta que “matemático” es un nombre clave por masón y “matemáticas” por masonería. 

Y si queda alguna duda, la del 9 de octubre del ’16 debería sernos suficiente: “Omita siempre en sus cartas poner la letra h.∙. [por “hermano”, con los tres puntos masónicos que se utilizan para abreviar] con que acostumbra a concluir: basta con un . [un punto] pour eviter qu’une surprise donne lieu a des soupcons [en francés en el original]”. Nótese que SM afirma que Pueyrredón, hasta ese momento, ha firmado sus cartas con los tres puntos masónicos.

4) Toda el intercambio epistolar entre SM y el “Libertador” O’Higgins de 1817, especialmente las fechadas el 25 de marzo, el 17 de mayo, el 5 de junio y los días 3, 4, 27, 29, 30 y 31 de julio, la del 1º de agosto y la del 22 de septiembre. En todas ellas se habla textualmente de los h.∙. [“hermanos”, con los tres puntos masónicos].

No importa. Los nacionalistas católicos necesitan el mito. Aunque todo indique lo contrario, ellos seguirán afirmando que San Martín no fue masón. Por nuestro lado, confirmamos nuestro compromiso con la verdad, aunque duela. Amicus Plato, sed magis amica veritas.

Estudio del simbolismo masónico de la tumba original de José de San Martín
 en Brunoy (Francia) antes de su traslado a Buenos Aires en 1880.
[Fuente: Antiguo sitio de "Ciudadanos Alertas"  http://www.geocities.org/ar/ciudadanosalerta.]

viernes, 23 de marzo de 2012

Olañeta: El maldito de la historia liberal



Pedro Antonio de Olañeta y Marquiegui nació en Elgueta (Vizcaya) en 1770 en el seno de una familia humilde. A los dieciséis años emigró con sus padres y hermanos a América, residiendo alternativamente entre Potosí y Salta.

Como muchos otros vascos que emigraron a fines del siglo XVIII, los Olañeta se dedicaron al comercio. Y lo hicieron bien. Pronto abrazaron una importante fortuna y pudieron hacerse un lugar entre la clase acomodada de Salta del Tucumán. Por su parte, Pedro casó con una prima suya; hermana del jujeño Juan Guillermo Marquiegui, el futuro coronel realista del que en algún otro momento nos ocuparemos.

Para cuando tuvo lugar la Revolución de Mayo de 1810, Olañeta conducía su estancia y sus hombres como un verdadero caudillo. Como otros, cayó en las redes de la propaganda de las ideologías y pensó, por un momento, que —como decía— la Revolución porteña se hacía en nombre del Rey preso de Napoleón.

Sin embargo, pronto comprendió la mentira de los “patriotas” y sus fines independentistas y pro-británicos, volcándose entonces por el bando “realista”. Con sus fieles, el caudillo Olañeta se puso bajo las órdenes de José Manuel de Goyeneche —un criollo— y participó en la campaña de defensa del Alto Perú contra la agresión porteña.

Con sus gauchos, Olañeta operó principalmente en lo que posteriormente sería Provincia de Jujuy (en ese entonces parte de Salta), destacándose por su arrojo y fidelidad al Rey.

En 1817 logró ocupar San Salvador, hasta que fue rechazado por las bestiales huestes de Martín Miguel de Güemes y sus métodos terroristas. Retirándose entonces hacia el Alto Perú, Olañeta quedó al mando de Joaquín de la Pezuela y sus hombres fueron organizados como regimiento, con él como coronel.

Posteriormente, fue ascendido a general de brigada y, bajo las órdenes de José de la Serna, hizo las campañas de 1821 a 1823. Pero cuando se hicieron evidentes las intenciones traicioneras de los liberales, se enfrentó a La Serna y se convirtió en el único “Defensor del Altar y el Trono” —como él repetía— .

Perseguido por los traidores que arteramente dominaban sobre la mayoría del otrora fiel ejército realista, se puso en contacto con Bolívar y sectores “patriotas” conservadores. Al menos, pensaba, aseguraría un refugio para los verdaderos fieles al Rey —los “absolutistas”, como los tilda la historia liberal—.

Tras recibir noticias de la liberación del Rey por parte de las fuerzas realistas de la Península y la anulación del monarca de las leyes liberales, el 15 de enero de 1824, el Gral. Pedro Antonio de Olañeta decide resistir a los jefes liberales del virreinato peruano. La rebelión se extiende entre toda la tropa realista el 22.

Olañeta intima al gobernador intendente de Potosí, José Santos La Hera, para que ponga a su disposición su guarnición de 300 hombres. En un primer momento, La Hera resistió con sus hombres en la Casa de Moneda potosina; aunque, evitando el enfrentamiento, entregó sin combatir sus tropas a Olañeta a cambio de un salvoconducto para sus oficiales y él mismo.

Luego, se dirigió a Chuquisaca (Charcas), donde intimó al presidente de la Real Audiencia, Rafael Maroto, a entregar la guarnición y la ciudad. Lo que éste hizo, refugiándose en Oruro.

Los liberales del virreinato peruano, al mismo tiempo que negociaban con facciones “patriotas” que les eran afines con el fin de independizar Perú, envían a Jerónimo Valdés desde Arequipa para perseguirlo. El 9 de marzo del ’24, Valdés y Olañeta se entrevistan en Tarapaya, en las afueras de Potosí.

El jefe “absolutista” exige la deposición de los gobernadores La Hera y Maroto, y demanda el control del Alto Perú en vistas a su futuro nombramiento como Virrey del Río de la Plata, según se le había informado desde España. Para ganar tiempo mientras José Canterac negociaba en secreto con los republicanos peruanos en nombre de la facción liberal del realismo peruano, Valdés accede a lo que le pide Olañeta. Por su parte, éste asistiría con dinero a Cuzco para resistir a los insurgentes y daría apoyo con sus tropas en caso de un desembarco “patriota” en Iquique o Arequipa.

Pero los liberales no pretendían cumplir. Valdés nunca desocupó Cochabamba ni La Paz. Y, tras la sublevación del Callao que permitió la reocupación realista de Lima, el Virrey peruano se sintió fuerte y envió tropas de refuerzo a Valdés, que estaba en Oruro.

Enterados de los nuevos vientos que soplaban en la Península Ibérica, los liberales se hicieron entonces “absolutistas”. La Serna suprimió el régimen constitucional en el Perú, pero exigió sumisión a Olañeta. Éste que sabía de las verdaderas intenciones del Virrey limeño, se negó, por lo que Valdés recibió órdenes, el 4 de junio de 1824, de usar la fuerza en el Alto Perú.

Muchos antiguos prisioneros insurgentes, incluyendo un importante contingente de argentinos, se unieron a Olañeta para resistir a los liberales de Valdés. Los “absolutistas” altoperuanos contaban, además, con el apoyo del Cnel. Marquiegui y del Cte. José María Valdez, “el Barbarucho”, que defendían Chuquisaca, y con el Brig. Francisco Javier Aguilera, que resguardaba Cochabamba. En total, unos cinco mil hombres defenderían al Rey en el Alto Perú.

Frente a ellos, lo mejor del Ejército Real del Perú, dividido en dos columnas: una al mando de Valdés contra Chuquisaca y otra, dirigida por Carratalá, contra Potosí. Junto a los jefes liberales, oficiales famosos (o que lo serán posteriormente) como Valentín Ferraz, Cayetano Ameller, José Santos La Hera y Rafael Maroto.

El 20 de junio, Olañeta da a conocer un Manifiesto a los habitantes del Perú donde denuncia la doblecara de los constitucionales que hoy lo acusan de traidor, cuando él solo defendió en todo tiempo los derechos del Rey. Si había guardado lo convenido en Tarapaya, explica, fue para evitar “una guerra desoladora”. Pero ahora debía resistir.

Ocho días después del manifiesto, Olañeta salió de Potosí con destino a Tarija. Poco después, el Barbarucho desocupaba Chuquisaca ante tropas muy superiores en número. Valdés entró en la capital de Charcas el 8 de julio y, en nombre del Virrey, nombró al Cnel. Antonio Vigil como presidente de la Audiencia y al Gral. Carratalá como gobernador intendente de Potosí.

El 12 de julio, en Tarabuquillo (Tomina, Chuquisaca), Barbarucho resistió a la caballería de Valdés. El caudillo salteño de la larga barba colorada, al frente de tan sólo 350 hombres, venció a los 4000 de Valdés (incluyendo 800 de caballería). Pero al día siguiente, se produce la traición de Ignacio Rivas, que, al frente del 2º Escuadrón de Dragones de la Frontera, se pasa a las fuerzas peruanas liberales.

También el 13 tiene lugar una verdadera operación comando. Un pequeño escuadrón de 70 Dragones de Santa Victoria, saliendo del pueblo de Puna, a las órdenes de Pedro Arraya, Juan Ortuño y Felipe Marquiegui, entran por sorpresa en Potosí, capturan a Carratalá y se lo llevan prisionero.

El 26 de julio, Valdés se presenta con su poderoso ejército en el pueblo de San Lorenzo (en las afueras de Tarija), exigiendo al comandante Bernabé Vaca la entrega de la guarnición y de su prisionero, Carratalá. Poco días después, cae Tarija; pero Olañeta logra escapar.

Barbaducho, al mando del Regimiento Unión, parte hacia Suipacha; mientras que el Cnel. Carlos Medinaceli, con los regimientos de Cazadores y de Chichas, van con dirección a Santiago de Cotagaita. Por su parte, el Cnel. Francisco de Ostria, al frente del Regimiento de Dragones Americanos, parte a Cinti (hoy Camargo), y Olañeta, con dos escuadrones de la guarnición de Tarija, logra recuperar esta ciudad el 5 de agosto y recobrar algunos desertores.

Pero mientras Olañeta recuperaba Tarija y Francisco López (subordinado de Aguilera) tomaba prisionero al traidor de Rivas en La Laguna, su cuñado Marquiegui caía prisionero de Valdés en Santa Victoria (Salta). Por la noche, el Barbarucho, con sólo 250 hombres, sorprende a Carratalá, con más de 700, capturándolo y llevándose dos cañones y centenares de caballos, mulas, fusiles y pertrechos.

Mientras Valdés regresaba de Santa Victoria (Salta) con dirección a Tupiza, Olañeta hostilizaba su retaguardia. El 13 de agosto se produce el combate de Cazón, un gran éxito del Barbarucho, tomando numerosos prisioneros y rescatando al coronel Marquiegui. Al día siguiente, en Cotagaitilla, nuevamente los realistas peruanos sufren un duro golpe. Y, poco después, en La Lava, son nuevamente alcanzados por el heroico Barbarucho, muriendo Cayetano Ameller en la refriega. Pero este caudillo “absolutista” era demasiado arrojado, hasta la imprudencia, y en el amanecer del 17, cae prisionero junto con todo su batallón. Frente a los 2000 hombres que Valdés había perdido desde que abandonara Salta, los 350 hombres del Barbarucho no eran tantos; pero para Olañeta eran decisivos. Con esta pírrica victoria, Jerónimo Valdés encontraba ahora despejado el camino hasta Chuquisaca.

Tras la batalla de Junín el 6 de agosto, el ejército realista del Perú comienza a tambalear y Valdés recibe la orden de trasladarse en forma urgente al Cusco. Valdés envió al comandante Vicente Miranda para negociar el fin del conflicto. “¡Basta de sangre!” eran las hipócritas palabras del jefe liberal peruano, a la vez que le ofrecía quedarse con el mando del Alto Perú hasta el río Desaguadero y liberar a todos los prisioneros. A cambio, pedía a Olañeta disponer de una fuerza de dos mil infantes y quinientos caballos a disposición de Lima, en caso de que fuese necesario frenar el avance de Bolívar.

En el parte de Bolívar del 13 de agosto, dice de este ejército realista del vizcaíno fiel que era “verdaderamente patriota y protector de la libertad”. Por su parte, el liberal Espartero, acusó a Olañeta de infame y traidor, y de querer unirse a los insurgentes de las Provincias del Río de la Plata.

Nuevamente Valdés incumplió su palabra. Mientras que Olañeta liberaba a sus prisioneros, el primero se llevaba los suyos al Perú. En el viaje, el Barbarucho y el capitán Francisco Zeballos lograron escapar.

En octubre, el general revolucionario José Miguel Lanza, que gobernaba un “republiqueta” en las montañas de Ayopaya, reconoció la autoridad de Olañeta.

No fue, como dice la historiografía oficial, la batalla de Ayacucho el fin de la presencia realista en América del Sur. Olañeta continuó resistiendo, fiel a la Corona y a la Tradición española, con base en Potosí.

En un primer momento Olañeta buscó cooperar con Pío Tristán, quien había desconocido la capitulación de La Serna y asumía como virrey del Perú. Pero, eventualmente, también Tristán se acogió a la capitulación de Ayacucho, dejando a Olañeta nuevamente solo.

El líder insurgente Antonio José de Sucre ofreció a Olañeta que, si se pasaba al bando republicano, le dejarían el mando sobre todo el Alto Perú. El líder “absolutista” se negó —si él gobernaba el Alto Perú, lo hacía únicamente como representante del Rey; no estaba en su espíritu el coronarse dictador de una republiqueta—, pero, en cambio, propuso la firma de un armisticio.

Sin embargo, los intereses de la minería británica no iban a permitir un Alto Perú en poder realista y tradicional. Traicionando el pacto, por órdenes de Bolívar, cayó La Paz el 29 de enero de 1825 en poder insurgente —con ayuda de Lanza, nuevamente traidor pasado al bando “patriota”—.

Perseguido desde el norte por el mariscal Sucre, que había cruzado ilegalmente el río Desaguadero el 6 de febrero, y cercado desde el sur por Juan Antonio Álvarez de Arenales con tropas venidas de las Provincias Unidas del Río de la Plata  —teóricamente neutrales—, Olañeta convoca un consejo de guerra en Potosí. Se vota por continuar la guerra y se envía a Medinaceli a Cotagaita y al Barbarucho a Chuquisaca, mientras que Olañeta parte a Vitichi, llevando consigo el Tesoro de la Real Audiencia —lo que quedaba de él; recordemos que el tesoro original había sido robado por la Junta bonaerense en 1810—.

Sucre ingresa en Potosí el 29 de marzo. Pero mientras tanto y ante un panorama de desesperación, la defección y la traición se apoderan de las fuerzas realistas. Casimiro Olañeta, sobrino del caudillo realista, mientras se dirigía a Iquique para comprar armas, se entrega a Sucre y lo pone al tanto de los planes de su tío. Por su parte, las tropas del Cnel. Medinaceli se sublevan y éste se acoge a la capitulación de Ayacucho, pasándose a los “patriotas”. Cayó así Cotagaita.

Enterado de la traición, Olañeta se pone en marcha para atacar a su antiguo subordinado. Mientras tanto, Medinaceli, habiendo recibido refuerzos de mercenarios “patriotas”, toma posiciones en el río Tumusla. El 1º de abril se produce el enfrentamiento. Olañeta, el invencible, es herido y cae al suelo, lo que provoca la desbandada de sus hombres —la mayoría de ellos indígenas agotados de años de guerra contínua—.

La batalla de Tumusla fue así uno de los últimos combates entre fuerzas regulares de lo que fueron las Guerras de la Independencia en América Española. Un día después de Tumusla, el valiente Olañeta, mientras se recuperaba de sus heridas, es asesinado vilmente por uno de sus hombres —pagado por las logias—.

Días después, el Barbarucho, José María Valdez, se ve obligado a rendirse en Chequelte, al frente de 200 hombres ya sin municiones. Sin embargo, Francisco Javier Aguilera continuará una resistencia de guerrillas durante unos años más.

Sin conocer el triste destino de su fiel general, el 12 de julio, el rey Fernando VII nombró a Pedro Antonio de Olañeta como virrey del Río de la Plata. Fue el reconocimiento póstumo del único que fue Siempre Fiel.



martes, 20 de marzo de 2012

¡Viva la Pepa!

En estos días se conmemoran en España los doscientos años de la promulgación de la Constitución sancionada por las Cortes de Cádiz.  Nos interesa el dato porque dicha ley fundamental, además de gobernar por un tiempo algunos reductos en América que aún se mantenían vinculados políticamente con la Península, provocó, con sus innovaciones de cuño liberal, el debilitamiento definitivo de la causa del Rey entre el pueblo y un progresivo resquebrajamiento del frente realista ante el embate insurgente. Hábilmente, Gran Bretaña por fuera y la Masonería por dentro, lograrían el fin del Imperio Hispano, jugando a dos puntas —reforzando a los revolucionarios y debilitando internamente a los realistas—.

Una lectura superficial del documento nos podría hacer pensar en una carta de derechos católica y tradicional —especialmente si la comparamos con las constituciones que veríamos en nuestras tierras poco tiempo después—. Pero una profundización de la misma, de lo que significaba y de lo que provocó, nos hace ver el efecto corruptor la aquella Constitución que el gallardo pueblo español llamó “la Pepa”.

A continuación dejamos algunos enlaces a artículos publicados por blocs de notas amigos:

·        “¡Vivan las cadenas!”, en Firmus et Rusticus.
·        “¡Vivan las caenas!”, en Embajador en el Infierno.
·        “Jovellanos y el tradicionalismo político contra el liberalismo de la Cortes de Cádiz”, en Non Nisi Te, Domine.
·        “Las Españas contra la ‘Constitución’”, en El Matiner Carlí.
·        “Los Carlistas ante el Bicentenario de la constitución de Cádiz”, nota de la Junta de Gobierno de la Comunión Tradicionalista Carlista, en Carlistas.es, Carlistas: Historia y Cultura, o en Avant!.
·        “San José: Traidores bicentenarios”, en agencia Faro.
·        Alphonse Marquis de Montauran, “¡Viva España!: Bicentenarios funestos III”, en La Comedia Humana.
·        Alphonse Marquis de Montauran, “Bicentenarios funestos I”, en La Comedia Humana.
·        Alphonse Marquis de Montauran, “Masones como la copa de un pino: Bicentenarios funestos II”, en La Comedia Humana.
·        Barandán, “Cortina de huma para la actividad subversiva (1812-2012)”, en Libro de Horas y Hora de Libros.
·        Barandán, “La claque de la Revolución leguleya de 1810-1812 en Cádiz”, en Libro de Horas y Hora de Libros.
·        Barandán, “Para bajar muchos humos y ajustar Bicentenarios (1812-2012)”, en Libro de Horas y Hora de Libros.
·        Barandán, “Urgente estudio histórico, cierto y verdadero del Liberalismo español”, en Libro de Horas y Hora de Libros.
·        Diego Mirallas Jiménez, “Sobre la sedicente Constitución de 1812”, en Historia en Libertad.
·        Juan Manuel De Prada, “¡Y viva la Pepa!”, en ABC.
·        Manuel Morillo, “Otra vendrá que buena me hará: En el día de La Pepa”, en Anotaciones de Pensamiento y Crítica.
·        Ramón de Argonz, “La Constitución liberal de Cádiz y los Carlistas de hoy”, en El Irrintzi.

Para profundizar más y mejor en estos temas, recomendamos el ya clásico de don Rafael Gambra Ciudad, La Primera Guerra Civil de España (1821-1823): Historia y meditación de una lucha olvidada, 3ª edición con prólogo de Don Sixto Enrique de Borbón (Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad, 2006), y —con referencia al efecto de aquélla sobre las guerras de independencia en América— de José A. Ullate, Españoles que no pudieron serlo: La verdadera historia de la independencia de América (Madrid: Libros Libres, 2009 [para adquirirlo en la Argentina se puede consultar en una librería de confianza como la tradicional Librería Córdoba o en una importadora como la Sra. María Rosa Spotorno]).




martes, 13 de marzo de 2012

Thomas Armstrong: Uno de los británicos de Rosas

Es bien sabido que Juan Manuel de Rosas se rodeaba de súbditos británicos—irlandeses, escoceses, ingleses y hasta galeses integraban su séquito, como banqueros, gestores, médicos, ingenieros, navieros, etc. Depuesto, el otrora poderoso gobernador bonaerense, pasó el resto de sus días en Inglaterra.

Entre todos estos “ingleses” rosistas, se destacó Thomas Saint-George Armstrong. Este irlandés anglicano llegó a Buenos Aires en 1817, a los 20 años. Decía ser de los Armstrong del condado de King (Offaly) en la Isla Esmeralda, a su vez, descendientes de los Armstrong de Fermanagh que antes tuvieran el castillo de Mangerton, en Escocia. Según él, su padre había sido Coronel del Ejército Británico y “sheriff” de Garrycastle.

Orgulloso de ser miembro de este clan irlandés que tantos oficiales había dado al servicio de la Corona británica, este Armstrong se dedicó, sin embargo, al comercio—varios parientes suyos se habían instalado en el Río de la Plata, fundando la sociedad Armstrong & Co., pero Thomas estaría destinado a descollar entre todos ellos.

Al mismo tiempo que comerciaba con los productos ingleses que, desde la Revolución de Mayo, tenían la entrada asegurada en la región, Armstrong comenzó con pequeños préstamos y alcanzaría a ser uno de los principales banqueros de Buenos Aires. Su habilidad para los negocios fue rápidamente notada y en 1824 lo encontramos ya como miembro del muy influyente Comité de Comerciantes Británicos.

Esta actividad empresaria la complementó con una marcada vocación filantrópica. Caído el gobierno virreinal, se abrió la puerta a la filantropía laica (y filo-masónica) que fue reemplazando, en gran medida, a las obras de caridad de una Iglesia porteña que se había visto bastante herida por la Revolución: los sacerdotes juramentados y comprometidos con ella se dedicaban más a la política “patriótica” que a la cura de almas; mientras que los clérigos refractarios limitaban su campo de acción por miedo u obligados por el gobierno. Por su parte, los protestantes —especialmente los fieles de sectas anglosajonas— habían encontrado la libertad de cultos y puesto a la tarea de construir sus templos “disidentes”. En este marco, Armstrong se destacó.

En el Río de la Plata, a los 30 años, el joven Thomas se casó con una niña de la familia Villanueva y López Camelo de nombre Justa—familia de comerciantes y estancieros (antiguos funcionarios regios) que no tuvo inconvenientes en que su hija se casara en la catedral anglicana por el rito de esa secta—. La ceremonia fue presidida por su pariente, el Reverendo John Armstrong, y contó con la presencia testimonial de Woodbine Parish, entre otros.

En 1831, el gobernador Juan Manuel de Rosas nombra a Thomas Armstrong su representante en el directorio del Banco Provincial (hoy Banco de la Provincia de Buenos Aires). Consiguió de Rosas la colaboración económica del gobierno para la fundación de la Iglesia Estadounidense de Buenos Aires y para lo que sería el Hospital Británico, que aún existe.

En 1841, fue uno de los fundadores del Stranger’s Club—Club de Residentes Extranjeros—, que agrupaba a los extranjeros más ricos; muchos de ellos enriquecidos por los buenos negocios que hacían con Rosas.

Luego de la caída del “tirano”, curiosamente (o no tanto para nosotros), Armstrong conservó sus cargos. Continuó como director del Banco de la Provincia de Buenos Aires y se integró al directorio del Banco de Crédito Público. En 1854 estuvo entre los refundadores de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires.

En 1857, gracias a sus gestiones, se reanudaron las relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno de Su Majestad Británica. Por más de cuarenta años de servicios ininterrumpidos al gobierno de Londres (conste que se incluyen los años en que supuestamente fue funcionario argentino), se le ofreció la condecoración como caballero británico. Pero por razones que no están claras, Armstrong se declinó gentilmente la oferta. Quizás porque aún le quedaban servicios que prestar a los intereses ingleses en la Argentina.

Fue miembro del Consejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires. En 1859 fundó la Compañía Argentina de Seguros.

Cuando el sacerdote irlandés Anthony Fahy llegó a la Argentina y fue a vivir a casa de los Armstrong. Don Tomás, como se lo conocía, siguió ayudándolo en su obra por el resto de su vida.

En 1862 fue designado por el gobierno argentino para negociar en su nombre el famoso préstamo Buschenthal, que había sido tomado por la Confederación tres años antes durante la guerra con Buenos Aires.

Los últimos años de su vida los pasó a cargo del Ferrocarril Central Argentino y del Puerto de Ensenada, en ambos como “director residente” en Buenos Aires —tener en cuenta que las sedes sociales de ambas empresas estaban en Londres—. Gracias a Guillermo Rawson—médico y ministro del Interior de Mitre—, obtuvo la suscripción de 300.000 libras esterlinas, pagadas por la República Argentina, para permitir la finalización de las obras del ferrocarril y la inauguración del tramo final del mismo.

Su actividad filantrópica nunca cesó. Hasta su muerte continuó ayudando al hospital de su colectividad y a la Nueva Iglesia Protestante para anglosajones. También acomodó por un tiempo a las Hermanas Irlandesas de la Misericordia.

Con los cambios de gobierno, tampoco vio afectada su enorme propiedad rural, con campos en el sur de la Provincia de Santa Fe y norte de la Provincia de Buenos Aires. Hábil para los negocios, supo instalar colonias agrícolas en zonas como Elortondo, Carmen, Venado Tuerto, Firmat, Chabás, Melincué, etc.

En 1871, cuando el Duque de Edimburgo visitó la capital uruguaya, Montevideo, Armstrong envió un telegrama de parte de todos los residentes británicos en Buenos Aires donde se hacía una renovación de los votos de sumisión de los mismos a la Corona.

Falleció en junio de 1875, a los 75 años. Fue recordado por los diarios de Londres como un gran “patriota” inglés. En su honor, el F.C. Central Argentino construyó la estación “Armstrong”, entre Cañada de Gómez y Tortugas (Provincia de Santa Fe), alrededor de la cual fue apareciendo un pueblo que aún existe.

The Southern Cross, el diario irlandés —católico pero pro-británico y anglófilo— que dirigía el P. Fahy, supo reconocer los méritos del anglicano Armstrong: “… True patriot… To our countrymen… he was unsparing and lavish in his beneficence” (“… Verdadero patriota… Para nuestros compatriotas… fue generoso y liberal en su beneficencia”).

Retrato de Thomas St. George Armstrong
luego de que, con su inmensa fortuna, "comprara" un lugar en el
célebre
Peerage and Baronetage de Burke.