Hemos leído la nota intitulada “Bicentenario y
Tradicionalismo”, que publica el bloc de notas Crítica
Revisionista (8/III/2012), autoría del profesor Dr. Fernando Romero Moreno,
y publicada originalmente en la revista “Ahora
Información” (nº 105, VII-VIII/2010), con el título “Bicentenario de Mayo:
explicación desde el otro lado del Océano”. Ya dicho artículo fue contestado de
forma magistral en la misma revista por el profesor Dr. José Fermín Garralda
Arizcun, bajo el título “Buenos Aires y la Revolución de 1810: Tradición o
Revolución”, que
puede leerse aquí, sin embargo nos gustaría hacer constar algunos
comentarios propios glosando el texto del Dr. Romero Moreno—a quien, desde ya,
abrimos las puertas para comentar, responder o aclarar lo que crea conveniente,
si lo desea, tiene ganas y tiempo—.
A continuación, entonces, nuestras
observaciones.
BICENTENARIO Y TRADICIONALISMO
Conocer y festejar los acontecimientos fundamentales de la historia
patria es un honroso deber de justicia con nuestros antepasados y una grave
responsabilidad respecto de las nuevas generaciones. Por eso es importante
saber qué es lo que celebramos en esta jornada cívica.
Hay quienes han enseñado que los hechos del Año X fueron una copia de la
Revolución Francesa —laicista y regicida—, una rebelión contra la Tradición
religiosa y cultural heredada de España o un acto cómplice con las pretensiones
colonialistas de Gran Bretaña. Lo cual complica el explicar un acontecimiento
como este a hermanos españoles, con quienes compartimos los mismos ideales.
Antes de que empecemos a leer los tópicos del
revisionismo nacionalista, justo es aclarar que entre “quienes han enseñado”
esto, están los mismos protagonistas. Es decir, no se trata de un relato
construido años después por liberales que pretenden llevar agua para su molino.
Por ejemplo, Manuel Belgrano, como
ya hemos visto aquí, afirmando que se vio inspirado por la Revolución
Francesa. O, respecto a la complicidad con el colonialismo británico de los
miembros de la Junta de Mayo, sólo habría que leer los nombres de los
implicados en la fuga de Beresford o, como ya hemos hecho aquí (por ejemplo, en
los casos de los oficiales Montague
y Ramsay,
del agente inglés Paroissien,
del papel británico en
la extraña muerte de Moreno, o de
la gran estrategia británica, ), revisar la registrada participación de la
flota británica en mayo de 1810 en las costas del Río de la Plata—hecho
coronado con el izamiento de la insignia británica en el Fuerte de Buenos Aires
el mismo 26/V/1810—.
Sin embargo, la buena voluntad de ambas partes puede ayudar a un diálogo
fecundo, partiendo aquellos principios que nos unen: la fidelidad a la Religión
Católica y a la Tradición de las Españas.
La buena voluntad se descuenta. Por supuesto.
Pero ello implica, también, estar dispuesto a modificar un relato —como el
revisionista nacionalista— que es insostenible ante la abrumadora cantidad de
evidencias en contrario.
Como punto de partida dejemos centrado que existieron cuatro tendencias
en torno a la Revolución de Mayo: dos impulsoras de la misma y dos contrarias.
De las impulsoras, una fue de tendencia tradicionalista (Saavedra) y otra
liberal (Mariano Moreno). De las contrarias, una fue igualmente tradicionalista
(Abascal, Liniers, Elío) y otra liberal (Consejo de Regencia y Cortes de
Cádiz).
Se trata de una petición de principios. Dividir
a la Primera Junta, y los gobiernos siguientes, en dos partidos —uno
tradicionalista y otro liberal—, es una misión harto difícil y que implica
hacer muchos supuestos y amputar los dichos y los hechos de muchos de sus
protagonistas. Es curioso, por dar un ejemplo, que los defensores de la
supuesta “tendencia tradicionalista” del saavedrismo tomen como argumento
justificador de la Revolución de Mayo el dicho por Castelli (personaje
paradigmático de la “tendencia liberal”) en el cabildo abierto del 22/V/1810;
al mismo tiempo que desdeñan
las explicaciones que hizo el propio Saavedra en su Memoria. Pero, además, ¿era tradicionalista Saavedra? Hemos
visto que no. ¿Lo era el deán Funes, líder del saavedrismo? ¿puede serlo quien
traicionó a Liniers y escribió en La
Gazeta el justificativo de su asesinato? Pues ya
hemos visto que el presbítero Funes había sido el principal impulsor de la
reforma ilustrada de la Universidad y de la diócesis de Córdoba del Tucumán.
¿Acaso hubo alguna oposición significativa a lo dispuesto por el secretario
Moreno —supuesto líder de la “tendencia liberal”— antes de que se produjesen
simples luchas por el poder que fue lo que en realidad dividió a saavedristas y
morenistas? El arcabuceo de Liniers, la publicación con dineros públicos de El Contrato Social de Rousseau, el
destierro de Duarte (quien se atrevió a hacer públicas —y así arruinar— las
veleidades bonpartistas de Saavedra), la puesta en práctica del Plan de Operaciones, etc. fueron todos
hechos aprobados por la Junta, en forma unánime (excepto el Pbro. Alberti que
se abstuvo en el caso de Liniers, pero que luego —misteriosamente— va a morir).
¿No será que, como
hemos sostenido aquí, Moreno es el chivo expiatorio del revisionismo
nacionalista?
Las razones por las que adherimos a la Revolución de Mayo en su
tendencia tradicionalista encabezada por Don Cornelio Saavedra (Presidente de
la llamada Primera Junta) es el objeto principal de estas líneas. Pero los
principios religiosos y políticos de los que partimos nos hacen mirar con
comprensión, simpatía y respeto la reacción contraria de Liniers, así como nos
llevan a rechazar el “Mayo de Mariano Moreno” como el “Anti Mayo” del Consejo
de Regencia y de las Cortes de Cádiz.
Si aceptamos esa división matricial de la
historia de la Revolución de Mayo entre “patriotas” y realistas, atravesados
transversalmente por el tradicionalismo y el liberalismo, obteniendo así
“patriotas”-tradicionalistas, “patriotas”-liberales, realistas-tradicionalistas
y realistas-liberales, claro que podemos hacer apreciaciones como ésa. Pero el
problema es que para ello deberíamos comprobar la existencia de estos
compartimentos estancos, en caso de haber existido.
Ciertamente, y como hemos repetido numerosas
veces en este bloc de notas, el liberalismo infiltró las fuerzas realistas,
desde arriba (Cádiz primero, Madrid después), desde abajo (por el contacto con
la Francia revolucionaria primero y con la Gran Bretaña de la guerra
napoleónica peninsular después) y desde afuera (por el contacto con los
insurgentes americanos, especialmente durante las numerosas treguas locales y
el comercio e intercambio entre los bandos cuyas “fronteras” no eran tan precisas
como se puede creer). Así hemos visto a los que eventualmente terminarán
traicionando la Causa en Ayacucho, enfrentándose
a Olañeta o abandonando
a su suerte a los pincherinos. Pero lo que importa, fundamentalmente, no es
lo que personajes individuales puedan o no haber hecho, sino la justicia de la
Causa de los que defendían el bien común político —la unidad de la patria y la
fidelidad al Rey—, como
excepcionalmente explica J. A. Ullate en su magistral libro Españoles que no pudieron serlo (de
sospechosa nula distribución en nuestra América hispánica), frente a los
intereses particulares y mezquinos de los que la historiografía posterior,
asumiendo la propaganda bélica como punto de partida, llamó “patriotas”, por
muy justos que hayan sido sus sentimientos de agravio, sus deseos de mayor
representatividad, sus necesidades de mayor apertura del monopolio hispano, sus
reivindicaciones frente a políticos afrancesados e iluminados en la Metrópoli…
Cualquiera de estas causas, justas, justificables o entendibles, en su
contexto, excusa del mayor bien, el bien común político, que es causa final de
toda vida en sociedad, de cualquier sociedad política (o estado, si se prefiere
un término de uso común aunque significado un tanto equívoco).
Como cualquier hecho histórico, la Revolución de Mayo obedeció a
múltiples factores que no es posible reseñar en estos momentos. Es cierto que
minorías iluministas y agentes ingleses quisieron aprovechar para oscuros propósitos
la instalación de la Primera Junta, como lo hacían simultáneamente con los
heroicos defensores de la Independencia española que combatían a Napoleón. Pero
fue precisamente el Presidente de dicha Junta (principal protagonista de la
gesta), quien se encargó de dejar bien sentado los alcances de la Revolución.
Don Cornelio Saavedra, que de él estamos hablando, había dicho al Virrey
Cisneros que “no queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los
franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por
nosotros mismos”.
¿“Reasumir nuestros derechos”? ¿Qué “derecho”
tenía Saavedra otro que la fuerza que le daba el hecho de ser comandante
honorario de una milicia como representante de una de las principales familias
de comerciantes del Alto Perú? ¿Qué “derecho” podía invocar sobre todo el (mal
llamado) Virreinato del Río de la Plata una Junta reunida contra derecho y
designada —bajo amenaza— por un ayuntamiento municipal? Vemos aquí ecos de
Rousseau, de Locke… o, si se prefiere, de un Suárez, mal enseñado por los
clérigos ilustrados de Charcas y confusamente asimilado por sus discípulos
criollos (¡en ningún lugar de toda su obra Francisco Suárez justifica la
secesión!).
El siguiente párrafo merece que lo tratemos por
separado:
En efecto, como consecuencia de la Conferencia de Bayona en 1808, Carlos
IV y Fernando VII habían entregado España y los reinos americanos al despotismo
de José Bonaparte, facilitando además la invasión napoleónica. Sin embargo,
tanto en la Península como en el Nuevo Mundo, los pueblos —suponiendo que
Fernando había actuado bajo presión— formaron Juntas a su nombre —“Por Dios,
por la Patria y el Rey” como se decía— para resistir a los franceses.
Efectivamente podemos sintetizar los hechos de
esta manera. Sin embargo, es un poco curioso el tiempo que se tomaron los
americanos para formar Juntas… Pero, además, las Juntas que se conformaron
siguieron el modelo que aquí, de este lado del Atlántico, tuvieron las
primitivas, con la participación de los principales cabildeantes, el virrey y
demás autoridades civiles y eclesiásticas. Lo que no fue el caso de Buenos
Aires, donde expresamente se hizo de otra forma.
La Junta Central de Sevilla se atribuyó por aquel entonces el gobierno
de América, aunque no tenía títulos legítimos para pretender nuestra
obediencia, ya que las Indias eran autónomas y sólo al Rey debían fidelidad
(como había dispuesto en 1519 el Emperador Carlos V).
Esto no es tan así. Hay varias afirmaciones en
esta oración que deberían ser matizadas. En efecto, las Indias —o América como
ya se las denominaba desde el siglo XVII— debían fidelidad sólo al Rey. Pero
éste gobernaba a través de los funcionarios por él nombrados y las
instituciones creadas al efecto. El caso de los Reinos de Indias es totalmente
asimilable al de los demás reinos de las Españas. La Junta Central vino a
unificar —en tiempos extraordinarios, como son los de guerra, con una enorme
proporcion de la Península Ibérica bajo control napoleónico— el gobierno de las
Españas. Y, para ello, independientemente de cierta terminología equívoca
utilizada (como el hablar de “nación española”), esa Junta Central llamó a los
ayuntamientos americanos a nombrar representantes a Cortes.
En realidad, dicha autonomía ya venía siendo atropellada por los
Borbones desde su llegada a la Corona en 1713, y los americanos temían que las
autoridades peninsulares y quienes a ellas respondían —como el Virrey Cisneros
en Buenos Aires o el Gobernador Elío en Montevideo— siguieran cercenando
nuestros fueros o negociando la libertad americana frente a Napoleón, los
ingleses o los portugueses.
Aquí encontramos una de las paradojas del
revisionismo nacionalista argentino. Se acusa a los Borbones de todo tipo de
iniquidades —desde la supresión de la Compañía de Jesús (que el tiempo daría la
razón) hasta la Ordenanza de Intendentes (que nunca llegó a efectivizarse del
todo y los hechos históricos de 1810, con el papel protagónico de los cabildos,
lo demuestran)—, pero al mismo tiempo se reivindican otras medidas quizá mucho
más “anti-tradicionales” como la creación del Virreinato del Río de la Plata,
unificando una provincia marginal del Virreinato peruano como la de Buenos
Aires (y Asunción, juntas o separadas según la ocasión), con las más ricas y
rivales del Tucumán y el Alto Perú (subordinándolas a aquélla) y la de Cuyo
(que dependía directamente de Chile).
Por eso, cuando en mayo de 1810 se supo en el Río de la Plata que aquel
organismo —la Junta Central— había desaparecido, y que toda España —excepto la
Isla de León— estaba ocupada por los ejércitos del Gran Corso, los vecinos
principales de Buenos Aires presionaron para deponer al Virrey y lograr el
autogobierno.
Es decir, se provocó una Revolución. Hablemos
claro.
Como
magistralmente dice el Dr. Garralda: “Las primeras Juntas (no digo
gobiernos) no fueron un acto de fidelidad al Rey, y menos fidelidad heroica.
Existía otra manera de retomar la tradición política hispana frente a unos
Gobiernos absolutistas que se habían alejado de ella, como mostraron el Reino
de Navarra resistiéndose al absolutismo, los realistas renovadores
peninsulares, y después el Carlismo.” No estamos proponiendo una alternativa
histórica teórica o ideal (como
proponía en la ficción un libro del Dr. Beccar Varela), sino una opción
bien concreta que se vio plasmada en la Península, frente a los “revolucionarios”
que también allí quisieron “lograr el autogobierno” —los liberales gaditanos,
los que luego se exiliaron en París o Londres, los que volvieron en el Trienio
o los que finalmente regresaron (para quedarse) con la reina Cristina—. En cualquier
caso, y para terminar por ahora con el comentario, los gobiernos “autonómicos”
americanos no tenían ninguna razón de existir tras el regreso de Fernando VII
en 1814.
Así formamos el Primer Gobierno Patrio, sin romper los vínculos con
Fernando VII (uno de los que votaron por la destitución del Virrey, el célebre
Padre Chorroarín emitió su voto diciendo que lo hacía “Por Dios, por la Patria
y por el Rey”), en la esperanza de que vuelto al Trono respetara nuestra libertad,
aunque preparándonos también para la Independencia si España se perdía
definitivamente en manos de Napoleón o si Fernando regresaba como monarca
absoluto y centralista.
Hablar de “Primer Gobierno Patrio” es en sí una
petición de principios, puesto que supone que no había Patria antes del
25/V/1810. Lo cual es un sinsentido. La Patria eran las Españas, en su
pluralidad de reinos y provincias en Europa, América y Asia. Lo que se crearía,
en todo caso, serían naciones, pero naciones-Estados según el modelo ilustrado
decimonónico. ¿Qué diferencia esencial —en sentido metafísico— existe entre la
República Argentina, la República Oriental del Uruguay, el Estado Plurinacional
de Bolivia o la República Chilena? Pues no lo hay. Sólo hay unos límites de un
territorio definido por la fuerza (por los hechos consumados, la guerra y/o la
ley positiva), sometido a un Estado-nación, que gobierna (o desgobierna, la
mayoría de las veces) desde una capital.
¿Desde cuándo los súbditos pueden poner “condiciones”
para no independizarse? Aunque Fernando VII hubiese sido el peor monarca de la
historia, absolutamente déspota y centralista, la independencia no queda
justificada. Si llevamos este “principio” (que el nacionalismo revisionista usa
como justificativo) a su aplicación efectiva como base fundante de la República
Argentina, entonces justificaríamos cualquier secesión sobre la base de que,
sucesivamente, hemos tenido en el Sillón de Rivadavia a malos gobernantes,
corruptos y anticristianos en sus leyes (de una manera que a Fernando VII, en
el peor de sus días, no se le hubiese siquiera cruzado por la mente). ¿No nos
damos cuenta que al quebrar la unidad de la Patria hemos puesto dinamita bajo
los cimientos de nuestras republiquetas? No hay que hilar muy fino en la
historia para comprobar que el quiebre de la unidad política de las Españas
introdujo el germen de la discordia y la guerra fraternal entre americanos,
rompiendo varios siglos de una “pax hispana” conservada casi sin ejércitos ni
policías sino por la simple existencia de la figura de un Rey que, a pesar de
todos sus muchos defectos humanos, era padre de su pueblo.
El primer gobierno patrio fue pues, un acto de fidelidad heroica a un
Rey que no merecía ya nuestro vasallaje, a la vez que una medida prudente para
preparar la posible independencia.
¿“Fidelidad heroica”? Lo dicho por el profesor
Garralda. ¿“Que no merecía ya nuestro vasallaje”? La doctrina católica
tradicional, aún cuando puede llegar al extremo (discutido) de admitir la
rebelión contra leyes injustas o contra un Rey herético, la deposición y, hasta,
el magnicidio en casos de extrema necesidad, nunca ha admitido la secesión ni
la supresión de la Corona como institución.
Autonomía respecto de la España peninsular, defensa frente a Napoleón y
fidelidad a los valores de la Tradición, esos fueron los móviles de la Revolución
de Mayo en protagonistas como Don Cornelio Saavedra o el Padre Chorroarín y en
la interpretación posterior de otros patriotas que tuvieron relevancia tanto en
aquellos hechos como en la Declaración de la Independencia. Me refiero a
próceres de pensamiento tradicional y católico como Don Tomás Manuel de
Anchorena o el Padre Castañeda.
Sobre esto ya hemos hablado más arriba. Sólo nos
resta repetir que el status clerical no previene contra una mala doctrina,
especialmente en temas de ética política de más ardua disquisición para el no
especialista. De hecho, como
hemos dicho en este bloc de notas en una ocasión en general y en
otra, en forma particular, el papel de los clérigos en la Revolución fue de
primer orden. Tanto fue así, que el revolucionario y agente británico Miranda
llegó a afirmar que el Cuartel General de la Revolución Americana estaba en los
Estados Pontificios —en referencia a muchos ex jesuitas allí exiliados—.
Quienes quisieron desviar la Revolución de Mayo de ese camino, como
Moreno o Castelli —instaurando un terrorismo jacobino, propiciando o tolerando
el libertinaje y la impiedad religiosa, negando los derechos de las provincias,
cediendo a las pretensiones británicas— fueron apartados sin contemplaciones.
¿En serio? ¿Cuándo? ¿en qué momento? ¿Fueran “ésas”
las razones por las que fueron “apartados sin contemplaciones”? ¿O fue, más
bien, el fruto de luchas políticas entre los sectores o partidos que se
disputaban el poder revolucionario?
Es lo que se desprende del epistolario de Don Cornelio Saavedra. En
carta a Chiclana del 15 de enero de 1811, decía el Presidente de la Primera
Junta: “El sistema robesperriano que se quería adoptar (…), la imitación de
revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a Dios que han
desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la Justicia son únicamente
las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y particulares intereses
eran (…) diametralmente opuestas al ejercicio de las virtudes”. Por su parte,
en carta a Viamonte del 17 de junio de 1811 sostenía: “¿Consiste la felicidad
general en adoptar la más grosera e impolítica democracia?” —es decir, no una
sana aplicación del “principio democrático”, sino una democracia relativista y
demagógica— “¿Consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho
o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de
sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el
sistema de terror que principió a asomar?” —como sucedió con el fusilamiento de
Liniers o las tropelías cometidas por los hombres de Castelli en el Alto Perú—
“¿Consiste en la libertad de religión?”, es decir en el indiferentismo y el
secularismo. “Si en eso consiste la felicidad general, desde luego confieso que
ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y lo que más
añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando”.
¿Son éstas palabras de un tradicionalista o de
un conservador, de un “girondino”, de un “conservador de la Revolución” —según la
genial definición de Balmes—? Lo
dicho. ¿Por qué el saavedrismo —que contaba con el principal apoyo militar
y con el de los caudillos orilleros— esperó para actuar todo el tiempo que
esperó y, mientras tanto, convalidó todo lo actuado por Moreno, Castelli,
Belgrano, etc.?
La Revolución de Mayo desembocó finalmente —luego de seis difíciles años—
en la Declaración de la Independencia.
Éste es uno de los favoritos del nacionalismo
revisionista. La independencia no fue buscada sino que fue una trágica e
inevitable eventualidad a la que llevaron las leyes inexorables de la historia.
Para ello debe negar la existencia de la llamada “máscara de Fernando VII” —los
vivas al Rey que hipócritamente cubrieron los primeros años de la Revolución— y
toda
la enorme documentación que existe al respecto. Como hemos dicho más
arriba, siguiendo al Prof. Garralda, la
independencia no era la única alternativa. Como
hemos dicho en algún momento, el 9/VII/1816 significó no la independencia,
sino “el abandono del cálido hogar paterno hispánico en búsqueda de utópicos
ideales revolucionarios, según expresa nuestro himno nacional, para acabar en
el chiquero donde se mezclan lo peor del liberalismo anglosajón y europeo
continental”. A pesar de los cambios realizados a dicho himno, lo fundamental
quedó: “¡Oíd, mortales!, / el grito sagrado: / ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
/ Oíd el ruido de rotas cadenas / ved en trono a la noble Igualdad. /…”
Fueron la religión, el orden, la justicia, la tradición, las libertades
concretas, los valores que presidieron a los más esclarecidos de nuestros
patriotas. No el laicismo, el igualitarismo, el espíritu revolucionario o las
“libertades de perdición”, como llamarían los Papas del siglo XIX a los falsos
derechos surgidos de las revoluciones liberales —y que encandilaban a la
facción “ilustrada” del bando patriota—.
Pues eso no es lo que la historia ha plasmado. Ni
siquiera en nuestros símbolos. Eso no es lo que recoge nuestro
himno ni nuestro
escudo nacional. ¿No será que la facción “tradicional” no existió
realmente?
Con justa razón afirmaba en 1819 el Padre Castañeda —uno de los líderes
de nuestra Independencia—: “no nos emancipemos con deshonor como rebeldes,
forajidos y ladrones, sino con el honor correspondiente a los que hemos sido
hijos y vasallos de la corona. Motivos hay muy justos para separarnos, sobran
las razones para la emancipación: la ley natural, el derecho de gentes, la
política, y la circunstancias todas nos favorecen (…) La piadosa América cuando
determina emanciparse no es sino para renovar su juventud como la del águila,
(…) para ser el emporio de la virtud, el templo de la justicia, el centro de la
religión y el ‘non plus ultra’ de la hidalguía, de la nobleza, de la
generosidad y de todas las virtudes cívicas”.
Las palabras de Castañeda muestran un
interesante tono poético, donde se percibe claramente la confusión imperante en
el clero, aún en el más conservador como es el caso. Ya lo hemos dicho antes, ¿hay
“motivos… muy justos para separarnos” o “las razones [que sobran] para la emancipación”?
¿Qué motivo hay más alto que el bien común de la Patria para justificar su
ruptura? Se nos ocurre, tal vez, el caso de un soberano que obligara a todos
sus súbditos a apostatar. Y aún en ese caso habría que analizar si no hay
ninguna otra alternativa. Pero, en cualquier caso, no era ésta la situación de
América en 1810.
Es nuestro deber como cristianos y como argentinos no dejar que nos
falsifiquen la historia, que nos roben la memoria colectiva, que nos oculten el
ejemplo de nuestros arquetipos. Los Padres de la Patria independiente nos han
marcado el camino. Forjar una Nación justa, una Nación libre, una Nación
cristiana, fieles a los principios de la Hispanidad. Tenemos fueros limpios.
Seamos fieles a esa herencia.
El autor habla de “nación”, término por demás
equívoco para referirlo a nuestros países americanos. El término tradicional “nación”
(del lat. nātĭō) hacía referencia a raza
e idioma. ¿Qué diferencias concretas de lengua o raza existen entre la República
Argentina o la del Perú, o aún, con la de Federal Mexicana? Sólo podemos pensar
en la idea moderna e ilustrada de “nación”, que no es otra que la de “nación-Estado”,
que viene a reemplazar la figura del Rey por un “aparato” burocrático, una
entelequia legal auto-constitutiva (autonómica en sentido etimológico) que, en última
instancia, se justifica por la “voluntad general” revolucionaria, para imponer
la ley positiva, creada ex nihilo, en
un territorio determinado y delimitado.
Compartimos con el autor, sin embargo, de cuya
buena voluntad no dudamos, los deseos de fidelidad a la herencia hispánica. Pero,
siguiendo a Castellani, decimos que tenemos el deber de “pensar la Patria” y de
“hacer verdad”. Y esto implica reconocer que las republiquetas americanas son
inviables en su actual situación. No sólo económicamente, sino también
cultural, social y políticamente. Y que éste es un vicio de origen: nuestro
pecado original de impiedad, perjurio y traición.
Fuente: http://biblio18de4.blogspot.com.ar |