El rey de España no se libró del castigo: la tromba revolucionaria pasó por sus Estados como las olas del mar en completa furia y le arrebató sus colonias americanas. Esta guerra de independencia y transformación de la América realista en pequeños Estados republicanos, es la que rápidamente vamos a bosquejar.
Un acontecimiento extraordinario, que a fines del pasado siglo sobrevino en la América del Norte, conmovió profundamente las colonias españolas. Las inglesas, después de diez años de lucha, acababan de triunfar de la madre patria, y de organizar bajo la dirección de Washington, la república de los Estados Unidos. La idea de emancipación germinaba tan vigorosa en todos los entendimientos, que el conde de Aranda, ministro de Carlos III, después de un viaje a las colonias, osó proponer a su augusto amo que, para adelantarse a inevitables reivindicaciones, era menester constituir en favor de tres Infantes de España, sendas monarquías autónomas, con Méjico, Bogotá y Lima por capitales. Pero el perseguidor de Jesuitas no sabía su «oficio de rey», como le decía muy bien José II. Harto necio en ayudar a los americanos del Norte a lanzar a los ingleses de sus colonias, no comprendía que estimulados con este ejemplo, los americanos del Sur, se organizarían luego para despedir a los españoles.
La revolución francesa activó singularmente la fermentación de los ánimos. Al sustituir a las leyes de Jesucristo y de su Iglesia la voluntad de ciegas muchedumbres, la soberanía del pueblo elevaba el despotismo a la más alta potencia; pero se tuvo buen cuidado de decorarle con el nombre de libertad, se exaltaron los derechos del hombre y del ciudadano, se declamó contra la tiranía de los españoles y contra su sistema colonial, y finalmente, los jefes secretos de la conspiración organizaron ligas patrióticas cuyo fin principal era preparar aquella tierra a un alzamiento. A principios de este siglo estallaron varias tentativas de insurrección; pero sin éxito. Para triunfar de los ejércitos de España, era menester un hombre vaciado en la turquesa de los Alejandros y Napoleones, y América vio surgir de improviso al incomparable Bolívar.
Simón Bolívar había nacido en Caracas, capital de Venezuela el 24 de Julio de 1783, de una familia rica y cristiana. Huérfano desde la infancia, cayó desgraciadamente en manos de un profesor revolucionario, fanático admirador de Voltaire, y sobre todo, de Rousseau. Simón Rodríguez, que así se llamaba este patriota exaltado, hizo del niño un tipo de republicano, y principalmente un encarnizado enemigo de España. A la edad de quince años se le envió a Madrid para terminar su educación. Uno de sus tíos logró introducirlo en palacio, y jugando un día al volante con el príncipe de Asturias, que fue después Fernando VII, diole inadvertidamente un golpe en la cabeza. « ¿Quién hubiera anunciado al Rey, decía más tarde Bolívar, que tal accidente era el presagio de que yo debía arrancarle la más preciosa joya de su corona?» En 1801, visitando a París, admiró al republicano Bonaparte como «vencedor de los reyes y libertador de los pueblos» pero algunos años después, el republicano llegó a ser emperador, y Bolívar renegó de su ídolo, cuya gloria apareció desde entonces a sus ojos como «el resplandor del infierno: como las llamas del volcán que cubría la prisión del mundo». Al pasar por Roma en 1805, electrizado por los recuerdos de la antigüedad, juró en el monte Aventino libertar a su patria de los «tiranos españoles» recorrió en seguida los Estados Unidos, y volvió a Caracas, a tiempo precisamente de desenvainar su espada para cumplir su juramento.
Napoleón acababa de destronar a Fernando VII y de instalar en Madrid a su hermano José, como rey de España. So pretexto de sostener contra el usurpador los derechos del monarca destronado, los patriotas de Venezuela, Nueva Granada y el Ecuador, los tres grandes distritos de que se componía el virreinato de Santa Fe, se organizaron en juntas deliberantes y se insurreccionaron muy pronto, en nombre de Fernando VII, contra las autoridades españolas.
Quito dio el ejemplo el 10 de agosto de 1809; Santa Fe de Bogotá acababa de imitarlo, cuando Bolívar apareció en la escena para ponerse al frente del movimiento.
El 19 de abril de 1810, después de echar la mano al gobernador de Venezuela, depuso a las autoridades españolas y formó una junta suprema, independiente y libre, cuya autoridad solo había de cesar cuando cesara el cautiverio de Fernando VII.
Esta última clausula, por supuesto, no tenía otro objeto que el de disimular a los ojos del pueblo, generalmente muy realista, las miras de la revolución: un año más tarde, aquel congreso deliberaba sobre la cuestión de independencia absoluta; y como ciertos diputados vacilasen en pasar el Rubicán, el joven Bolívar aclamaba en un club patriótico: «La inacción es la traición ¿Que nos importa que España venda á Bonaparte sus esclavos, o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Qué los grandes proyectos deben prepararse con calma! Trescientos años de calma, ¿no bastan? ¿Se quieren otros trescientos todavía?... Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sur-americana. Vacilar es sucumbir.» Al calor de tan ardientes palabras, el congreso votó el acta de independencia y despachó en un abrir y cerrar de ojos, una constitución republicana, con la declaración de los derechos del hombre por prefacio y la abolición del Santo Oficio por vía de posdata. La nueva nación, que debía comprender más tarde a Venezuela, Nueva Granada y el Ecuador, tomó desde aquel punto el nombre de Colombia, en honra del inmortal descubridor del Nuevo Mundo. Los actos públicos se dataron ya de «la Era por siempre gloriosa de la independencia».
Estaba arrojado el guante a España. El general Monteverde al frente de las tropas realistas, recobró bien pronto las posiciones tomadas por los insurgentes; a punto estaba también de atacar a Caracas, cuando el día de Jueves Santo, 26 de marzo de 1812, un terremoto convirtió esta ciudad en ruinas. En pie sobre los escombros, en medio de una población loca de terror, Bolívar lanzó este grito: «La naturaleza se vuelve contra nosotros; lucharemos contra ella y venceremos». Algunos días después, se batía contra los puestos avanzados, cuando supo que Miranda, su general en jefe, después de haber entregado Caracas á Monteverde, acababa de firmar una vergonzosa capitulación. Corre furioso al puerto con la resolución de expatriarse, cuando de improviso ve llegar al desdichado Miranda, decidido también a pasar al extranjero. Bolívar y sus amigos se apoderan de él y lo arrestan hasta el día siguiente, con la marcada intención de obligarlo a retractarse de la capitulación, o de fusilarlo como traidor. Monteverde los puso de acuerdo, cayendo sobre ellos inopinadamente. Los unos fueron condenados a galeras, los otros al destierro o la muerte. Miranda murió en 1816 en los pontones de Cádiz. Bolívar, protegido por un amigo de Monteverde, obtuvo pasaporte para el extranjero. «Te lo doy, le dijo el español, en recompensa del servicio que has prestado al rey con la prisión de Miranda».
«Había preso a Miranda», respondió con altivez el americano, «para castigar a un traidor a su patria, no para servir al Rey». Monteverde frunció el ceño al ver alejarse al obstinado rebelde. ¡Cuántas veces debió arrepentirse de no haberlo fusilado!
Así desapareció a los dos años de harta precaria existencia, la joven y brillante Colombia, con su congreso, su constitución, su ejército y hermosos sueños de independencia. Pero este fracaso no desaminó a su indomable campeón. Vencido en Venezuela, corre a ofrecer su espada á Nueva Granada, en plena insurrección en aquellos momentos contra los españoles. « ¿Qué esperanzas nos restan de salud? exclama Bolívar. — ¡La guerra, la guerra sólo puede salvarnos por la senda del honor! - ¿Podrá existir un americano que merezca este glorioso nombre, que no prorrumpa en un grito de muerte contra todo español, al contemplar el sacrificio de tantas víctimas inmoladas en toda la extensión de Venezuela?... Id veloces a vengar al muerto, a dar vida al moribundo, soltura al oprimido, y libertad a todos.»
Al frente de quinientos hombres decididos se apodera del fuerte de Tenerife que domina el Magdalena, barre las orillas de este rio hasta Ocaña, y lanza su tropa a la montaña para atravesar a paso de carga las cuatrocientos leguas que le separan de Caracas, y arrojar de allí á Monteverde. Por de pronto arrolla los destacamentos enemigos emboscados en la cordillera, y consigue una brillante victoria en San José de Cúcuta, allende los montes.
Hollando entonces el suelo de la patria, dirige a sus soldados esta ardiente proclama: «Amigos míos, vuestras armas libertadoras han venido hasta Venezuela que ve respirar ya una de sus provincias al abrigo de vuestra generosa protección. — En menos de dos meses habéis terminado dos campañas, y habéis comenzado una tercera, que empieza aquí y que debe concluir en el país que me dio la vida. Vosotros, fieles republicanos, marchareis a redimir la cuna de la independencia colombiana, como los cruzados libertaron á Jerusalén, cuna del cristianismo.» Y parte como el rayo; al pasar, toma a Mérida, Trujillo, Davinas y Victoria, y marcha sobre Caracas, después de haber batido a todos los generales de Monteverde. En la imposibilidad de defender la capital, pide este último una honrosa capitulación.
Bolívar contestó a los suyos: «Sea, para mostrar al universo que aun en medio de la victoria, los nobles americanos desprecian los agravios y dan ejemplos raros de moderación a los mismos enemigos que han violado el derecho de las gentes y hollado los tratados más solemnes. Esta capitulación será cumplida religiosamente para oprobio del pérfido Monteverde y honor del nombre americano.»
El general español no lo esperó: embarcóse con seis mil hombres y se acogió a Porto-Caballo, su último refugio. Bolívar hizo su entrada en Caracas el 6 de Agosto de 1813. Treinta mil hombres lo recibieron gritando ¡viva el Libertador! El ayuntamiento por aclamación le confirmó este título, con el cual es conocido en la historia.
Para conservar su conquista, Bolívar tenía que luchar contra el ejército español, contra el pueblo que permanecía fiel a la monarquía, y sobre todo, contra sus propios generales envidiosos de su gloria.
Al influjo de todas estas causas, perdió en 1814 todo cuanto había ganado en 1813. Sus generales, neciamente obstinados en seguir sus ideas propias, se dejaron batir en toda la línea. En vano multiplicó prodigios de valor en el combate de Carabobo, donde con cinco mil hombres, aniquiló, tal como suena, los batallones enemigos; envuelto por todos lados por los españoles, vendido por los suyos, segunda vez tuvo que abandonar su amada Caracas. En el puente del buque que lo conducía a Cartagena, dijo a sus compañeros: «No hay triunfo contra la libertad; y los que hoy dominan el suelo de Colombia, mañana los verán ustedes humillados y expelidos del seno de nuestra patria, independiente y soberana.»
Mientras tanto, un golpe todavía más sensible le esperaba en Nueva Granada. Al eco de sus victorias y derrotas el congreso le felicitó calurosamente: «General, le dijo el presidente, vuestra patria no ha muerto, mientras exista vuestra espada... Habéis sido un militar desgraciado, pero sois un grande hombre.» Se le confió la gloriosa misión de reconquistar la ciudad de Santamaría, única plaza que ocupaban todavía los españoles en el litoral; pero el gobernador de Cartagena, celoso del extranjero cuyo nombre eclipsaba todos los demás, le negó obstinadamente las fuerzas necesarias; y no queriendo ser tea de discordia en aquella naciente república, única esperanza para lo porvenir, Bolívar tomo el generoso partido de retirarse a la Jamaica aguardando mejores días. «Soldados, dijo a sus compañeros de armas, decidid si hago un sacrificio de mi corazón, de mi fortuna y de mi gloria, renunciado el honor de guiaros a la victoria. — La salvación del ejército me ha impuesto esta ley: no he vacilado.»
E1 19 de Mayo de 1815 dejó el puerto de Cartagena acompañado de algunos de sus fieles oficiales. Los españoles batieron palmas creyendo muerto el león; pero luego tuvieron que presenciar con espanto su terrible despertar.
Colombia, se eclipsó como su héroe, durante los años de 1813 y 1816: la caída de Napoleón devolvió a Fernando VII el trono de sus padres, y el rey envió al capitán general Morillo con diez mil hombres de tropas escogidas a pacificar la América. Morillo pacificaba como la muerte, aplastando en su tránsito a Venezuela y Nueva Granada. Cartagena resistió cuatro meses; pero al cabo de este tiempo, el hierro y el fuego destruyeron lo que los horrores del sitio hablan perdonado. Bogotá se rindió a su vez, y seiscientos americanos pagaron con su cabeza la bienvenida del pacificador. Colombia sucumbía entre sangre y ruinas, cuando se supo de repente que Bolívar, con algunos oficiales y un puñado de valientes, había abandonado su isla é invadido de nuevo a Venezuela, con la firme resolución de vencer o morir.
En efecto, el 1" de Enero de 1817 entraba en Barcelona al frente de su pequeño ejército. «Cuando este ejército, dijo entonces, tenga las armas de que carece... se formará una masa de más de diez mil hombres, con los cuales nada es capaz de impedirnos marchar a Santa Fe y al Perú y librar aquellas provincias del yugo de los tiranos que las oprimen.» La profecía se cumplió al pie de la letra.
Para formar una base de operaciones, atraviesa con algunos centenares de hombres selvas inmensas, cruza el Orinoco y sienta sus reales en Angostura, cabeza de la Guyana, en el fondo do Venezuela, y establece allí un consejo de Estado, como preludio de las instituciones republicanas que eran su sueño dorado y su quimera. A principios de 1818 recorre trescientas leguas de izquierda a derecha, y cae de improviso sobre Morillo. Obligado a atravesar un rio muy ancho, dice a su guía, el guerrillero Páez, terror de la ribera: « ¿En dónde están vuestras canoas?» —«Allí están,» contesta Páez, señalando en la orilla opuesta los barcos del enemigo: y arrojándose al agua con su gente, el heroico capitán acuchilla a los guardias españoles, y vuelve con sus barcas. Bolívar cruza el rio, se deja caer sobre Morillo y alcanza la famosa victoria de Calabozo. El Pacificador perseguido con la punta del acero enemigo a la espalda, solo debió la salvación a la ligereza de su caballo.
El 1° de Enero de 1819, de regreso en Angostura. Bolívar preside el Congreso encargado por él de organizar el Estado. Allí expone sus ideas sobre el gobierno de la futura Colombia; república unitaria, no federal, cámara electiva, senado hereditario y presidente vitalicio, bajo cuyas condiciones, la República, según él, podría subsistir con orden y libertad.
Pero había exaltado en demasía los derechos del hombre y del ciudadano para arrastrar la asamblea a sus ideas conservadoras. Aquellos republicanos sedientos de empleos, necesitaban mucho movimiento de puestos públicos, elecciones continuas, carteras a mano, y una constitución como la de los Estados Unidos. Bolívar se inclinó ante el pueblo soberano y dejándole organizar a su antojo la máquina gubernamental, repasó de nuevo otras trescientas leguas para combatir a Morillo, que acababa de cruzar el Apuro con seis mil hombres.
Aquí comienza una odisea que sobrepuja á cuanto puede inventar la imaginación de los más fecundos novelistas. Bolívar se mantuvo por de pronto a la defensiva, entreteniendo a su adversario hasta la estación de las lluvias, durante las cuales se consideran imposibles las operaciones militares. En el momento en que debía darse por terminada la campaña de 1819, abandona al capitán Páez el cuidado de vigilar a Morillo, que estaba preparando ya sus cuarteles de invierno, y propone a sus tropas invadir la Nueva Granada, reconquistar a Bogotá, y enarbolar de nuevo el pendón de la independencia en la capital de Colombia. Había andado trescientas leguas a los rayos de un sol abrasador; tratábase ahora de recorrer otras tantas en el rigor del invierno, en medio de lluvias torrenciales y de ríos fuera de madre, para escalar sin detenerse las nevadas cumbres de la Cordillera. Pero Bolívar se expresa con tal entusiasmo, que todos sus soldados, ardiendo en fuego patriótico, exclaman: ¡a Bogotá! — «Adelante, grita uno de ellos: hasta más allá del Cabo de Hornos, si fuera necesario.»
El 2o de Mayo comenzó el movimiento de tropas; el 10 de Junio después de haber cruzado, el Arauco, llegaron al pie de la montaña. Por aquellos montes ásperos y gigantescos fue preciso conducir bagajes, cañones y municiones atravesando selvas y desfiladeros impracticables, entre precipicios y lluvias glaciales. Quedó renovado el pasaje de los Alpes por Aníbal. El 5 de Julio llega a saber Bolívar que el general Barreiro se dirige a su encuentro con cinco mil hombres de tropas frescas y aguerridas, lo derrota el 15 en Guarnaza, bate a Vargas el 2o, y lo rechaza a la capital. El 10 de Agosto alcanza la inmortal victoria de Boyacá contra los ejércitos reunidos de Barreiro y del virrey a quienes acorrala en un círculo de fuego y les obliga a rendirse con armas y bagajes. Aquel mismo día entra en Bogotá en medio de las aclamaciones de un pueblo ebrio de júbilo, que repetía frenético: ¡viva Bolívar, el libertador de Colombia, el padre de la patria! Esta campaña del «delirio militar», como la calificaba gráficamente el congreso de Angostura, solo había durado setenta y cinco días. Mejor que el capitán romano podía decir Bolívar: veni, vidi, vinci.
Los años de 1820 y 1821 fueron consagrados a consolidar la conquista con la fundación de la Unión colombiana. El congreso de Angostura decretó que Venezuela y Nueva Granada formasen una sola nación, y por consecuencia, Bolívar convocó nuevo congreso para elaborar la constitución de Colombia. Nombrado presidente de la república, abandonó el gobierno al vice-presidente Santander, para proseguir sin perder momento la obra de la emancipación. Volviendo los ojos al Sur, donde todavía se hallaban veinte mil españoles, y blandiendo la espada, dijo a sus tropas: « ¡Adelante! ¡Llevemos el estandarte de la independencia al Ecuador, al Perú y hasta la cima del Potosí!» y emprendió la marcha en el mes de Enero 1822.
Para llegar al Ecuador faldeando la meseta de los Andes, era preciso atravesar la provincia de Pasto, que con razón pasaba por una especie de Vendée. Aquellos valientes montañeses, hombres, mujeres y niños, pueblo y clero, emboscados detrás de los peñascos, protegidos por torrentes, ríos y barrancos, habían tomado la resolución de rechazar a los revolucionarios o de morir por su Dios y por su rey: el general García, comandante de la provincia, juró al gobernador de Quito llevarle atado codo con codo al traidor Bolívar.
Después de haber salvado obstáculos para todo el mundo insuperables, menos para él, el Libertador llega con sus tropas cerca del volcán de Pasto, al punto llamado Bombona, a. La posición del enemigo es formidable, » exclamó dirigiéndose a sus soldados: «pero no debemos permanecer aquí, ni podemos retroceder. Tenemos que vencer, y venceremos«... «Sin que almuerce la tropa, dijo a Torres, tome usted aquella altura, y yo vuelvo volando con las fuerzas que están en la reserva». Por desgracia, Torres entendió mal; pues entendió lo contrario...
«Entregue usted el mando al coronel Bárrete que seguramente cumplirá mejor que usted las órdenes que se le den.» — Entonces Pedro León Torres, desmontándose del caballo y tomando un fusil: «Libertador, le dijo con una decisión sublime, si no soy digno de servir a mi patria como general, la serviré como granadero... » Bolívar le abraza y le devuelve el mando, y Torres se lanza como un tigre herido al asalto de la colina. Cayó, y diez más tras él quedaron en el sitio: ¡Viva Colombia! exclaman los asaltantes, corriendo ciegos entre un diluvio de balas y de metralla. Tomada la posición, Bolívar entra triunfante en Pasto y el Obispo, realista fiel, le pide un salvo conducto para volverse a España. «Jamás, le contesta Bolívar; Catón y Sócrates no pueden servir de modelo a los próceres de nuestra sagrada religión. Por tanto, yo me atrevo a pensar que V. S., lejos de llenar el curso de su carrera religiosa en los términos de su deber, se aparta notablemente de ellos abandonando la Iglesia que el cielo le ha confiado.» El Obispo se quedó en medio de su rebaño.
Poco después, tuvo Bolívar una noticia que le colmó de júbilo: el general Sucre, a quien había mandado al Ecuador para prepararle el camino, acababa de conseguir una brillante victoria sobre el general Aimerich, gobernador de Quito. La batalla fue dada en el monte Pichincha que domina la ciudad, y terminó la campaña. « ¡Colombia es libre!» exclamó Bolívar. Tenía el propósito, como antes hemos dicho, de anexionar las provincias del Ecuador a la gran república colombiana, y se dirigió a Quito, donde fue recibido en triunfo. Para perpetuar la memoria del 24 de Mayo, día de la batalla de Pichincha, decidió el ayuntamiento que se erigiese una pirámide en la cual se había de grabar esta inscripción: ¡A Simón Bolívar, ángel de la paz y de la Libertad! Guayaquil sentía cierta inclinación a incorporarse al Perú; pero Bolívar no quiso desprenderse de esta joya del Pacífico, y después de una solemne proclama a los delegados de la provincia, se votó la anexión a Colombia entre repetidas aclamaciones a Bolívar, y al Libertador.
Emancipada Colombia, aún quedaba a los españoles el hermoso reino del Perú, en revolución de mucho tiempo atrás; pero cuya completa conquista no habían podido conseguir los patriotas, a causa de sus discordias. Bolívar les ofreció su espada que aceptaron no sin recelo; porque la gloria del gran general ofuscaba a los demagogos de Lima, lo mismo que a los de Bogotá.
El año de 1823, que fue de verdadera agonía, lo pasó en preparativos de campaña. Rodeado de traidores, de tropas dispuestas a desertar o amotinarse, enfermo de desfallecimiento y de fatiga, Bolívar trabajaba día y noche en formar un ejército capaz de batir a los veinte mil españoles acampados en el Perú. Dinero, caballos, municiones de boca y guerra, todo lo disponía, sin prescindir de mínimos detalles. «Es preciso vencer a todo trance, decía, porque en ello va ya la ruina del Perú, de Colombia y de mi gloria.» Terminados los preparativos, escribió el 15 de Abril al general Sucre que andaba explorando el país: «En Mayo saldremos contra el enemigo, en Junio nos batiremos. Tenemos al frente ocho mil españoles; nuestras fuerzas son casi iguales: la victoria es segura.»
Estas previsiones se realizaron al pie de la letra. Bolívar atravesó la cordillera a la cabeza de sus tropas, y después de trescientas leguas de marcha, se incorporó al general Sucre en las llanuras del Sacramento: «Soldados, dijo a los veteranos de Colombia, que formaban el núcleo de su ejército, vais a completar la obra más grande que el cielo ha podido encargar a los hombres: la de salvar un mundo entero de la esclavitud... ¡Soldados! el Perú y la América toda, aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria; y aun la Europa liberal os contempla con encanto; porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo »
La acción quedó empeñada en los llanos de Junín: lanzóse la caballería de ambos ejércitos una contra otra: durante una hora se estuvo luchando cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, al arma blanca, sin disparar siquiera un tiro. Por fin, huyeron los españoles, dejando dos mil cadáveres y un inmenso botín. Las tropas republicanas aclamaron al gran Bolívar, y en su entusiasmo, exclamó el general Sucre: «Bajo la dirección del Libertador, solo la victoria podemos esperar. — Si, replicó Bolívar, para saber que debo vencer, basta conocer a los que me rodean.»
Algún tiempo después, el virrey Laserna quiso tomar el desquite en los campos de Ayacucho, y con diez mil hombres y once piezas de artillería atacó a Sucre, en ocasión de hallarse ausente Bolívar. Sucre le envolvió tan completamente, que el enemigo no tuvo otra alternativa que rendirse o dejarse degollar. Virrey, oficiales y soldados cayeron en manos del vencedor, el cual, al rendir homenaje de su victoria al Libertador, quedó nombrado capitán general de Ayacucho. Pero el general Olañeta ocupaba todavía el Alto Perú al frente de ocho mil españoles. Bolívar envió a Sucre a conquistar aquellas lejanas tierras, mientras él organizaba las provincias peruanas. Al cabo de una marcha de trescientas cincuenta leguas, el ejército republicano llegó al pie del Potosí, y el 1° de Abril de 1825 derrotó a los realistas en una batalla, que fue la postrera. Bolívar visitó las principales ciudades del Perú; Arequipa, Cuzco, Pazco y entró por fin en La Paz, capital del Alto Perú, donde se reunió al ejército triunfante. Allí recibió a los diputados que para inmortalizar al Libertador, habían dado a la república el nombre de Bolivia, y le rogaron que dotase al país, que había salvado, de un gobierno conservador. Escarmentado con los defectos de la constitución colombiana, en que ya fermentaba la anarquía, Bolívar estableció en el Alto Perú un poder sólido y estable: la presidencia vitalicia, cortando los vuelos a la ambición, debía dar consistencia a las instituciones. Entonces en el colmo de sus esperanzas, no pudo reprimir delante de sus oficiales los sentimientos en que rebosaba su corazón. Un día que se hallaba con ellos en el cerro del
Potosí, tendiendo sus miradas sobre aquella cadena de montañas, tantas veces pasadas y repasadas en quince años de combates, contemplando a Bolivia, el Perú, el Ecuador, Nueva Granada y Venezuela emancipadas por su acero, tomó en la mano la bandera de Colombia, y recordando a los granaderos que le rodeaban las memorables jornadas de San Felipe, de Boyacá, de Carabobo, de Pichincha, de Junín y de Ayacucho, les dijo: «Venimos venciendo desde las costas del Atlántico, y en quince años de una lucha de gigantes, hemos derrocado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres siglos de usurpación y de violencia... ¡Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro esfuerzo!... En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí, y cuyas venas riquísimas fueron trescientos años el erario de la España, yo estimo en nada esta opulencia, cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad, desde las playas ardientes del Orinoco, para fijarlo aquí, en el pico de esta montaña, cuyo seno es el asombro y la envidia del universo.»
¡Pobre Bolívar! apenas desciendas de la montaña, vas a aprender a tus expensas, que el estandarte de la libertad en manos ya de la revolución, es el negro pendón de un despotismo más duro que el de los reyes. ¡Colombia va a perecer, porque tú te has olvidado de enarbolar en ella la bandera de Colón, la Santa Cruz!
Bolívar había emancipado de España a la América del Sur; pero ¿la había libertado de la tiranía, como lo afirmaba en todas sus proclamas? No; la desunció del regalismo, para imponerla el yugo, aún más abrumador, de los revolucionarios. Nada tan cierto como aquel dístico que en 1822 apareció en los muros de Quito: Último día del despotismo, el primero de lo mismo.
El Libertador y su amada Colombia lo van a conocer a expensas propias. Gran militar y grande orador, pero político de cortos alcances, Bolívar, como todos cuantos salieron de la escuela de 1789, identificaba en su mente la monarquía y el despotismo, la república y la libertad, confundiendo así la forma con el fondo. Su filosofía era el Contrato social; su evangelio, la Declaración de los derechos del hombre; su principio de gobierno, la soberanía popular, tema invariable de sus discursos, proclamas y mensajes. «La autoridad del pueblo, decía a los soldados de Ayacucho, es el único poder que existe en esta tierra»: Todo, pues, debe ceder ante el parlamento, es decir, ante la mayoría que representa al pueblo; todo debe inclinarse ante la legalidad impuesta por esa mayoría. Conocida es semejante teoría liberal y parlamentaria, verdadera resurrección, bajo distinta forma, del despotismo regalista. — «Es que, dicen los revolucionarios, la ley del monarca no tiene más fundamento que la voluntad del hombre.» — ¿Y por ventura, no está compuesto de hombres el parlamento? — « ¿Un rey podrá renovar los crímenes de Nerón y las locuras de Calígula?» — ¿Y son acaso infalibles o impecables las mayorías? En el mero hecho de alcanzar el poder, ¿se despoja partido ningún de esas pasiones tiránicas que se llaman ambición, codicia, impiedad y venganza? El parlamento soberano es el despotismo del número, sustituido al despotismo de una sola persona; con la circunstancia agravante de que un tirano coronado puede estar siempre temeroso del puñal o de la insurrección, mientras que esos tiranuelos sin corona de nuestras asambleas, ruedas impersonales de lo máquina legislativa, son absolutamente irresponsables. ¿Cómo podía ignorar Bolívar esta verdad, cuando estampaba en la frente de la república francesa aquel sangriento estigma: «el gobierno republicano de Francia ha abierto a sus pies un abismo de execración; los monstruos que dirigían aquel país eran tan crueles como ineptos»? — Perfectamente; pero siendo esto así, república no puede ser sinónimo de libertad. ¿Vale acaso mas habérselas con la convención de 1793 que con Nerón o Diocleciano? Permítasenos dudarlo.
Para fundar un gobierno libre es preciso encontrar un freno moral de la voluntad humana, imperial, real o parlamentaria, a fin de sujetarla cuando, exacerbada por las pasiones, llega a ser tiránica. Este freno de justicia es la ley de Dios, interpretada por la Iglesia, su órgano oficial; y no hay otro. Dios es el único que no puede mandar como déspota, porque es la suprema verdad y la justicia soberana. Cabe disputar sobre el mérito respectivo de las formas de gobierno, de su conveniencia relativa a tal o cual Estado particular, pero en el fondo, todo poder, sea individual o colectivo, degenerará siempre en tiranía, si, eximiéndosele de las leyes divinas, se le confiere la soberanía absoluta. Los liberales de la naciente Colombia se encargaron de enseñarle a Bolívar este axioma político.
Mientras el Libertador combatía por la independencia, el general Santander, que le debía sus títulos militares y civiles, gobernaba la Colombia en calidad de vicepresidente de la república. Era demócrata como Bolívar; pero entendía de distinta manera que él la soberanía del pueblo. De buen grado hubiera dejado Bolívar a la Iglesia vivir en libertad en un estado libre; pero su teniente, a fuer de sectario, pensaba que siendo soberano el Estado, debía dominar a la Iglesia, y aun arrollarla, a poca resistencia que hiciese a los ukases de las mayorías parlamentarias. Así, en efecto, lo exige la lógica: basada la Revolución en el satánico principio de la soberanía absoluta del hombre, tiene que perseguir fatalmente a la Iglesia, que no abdicará jamás la soberanía que ha recibido de Dios.
Pero ¿cómo crear en las cámaras de pueblos esencialmente católicos una mayoría hostil a la Iglesia? Santander no ignoraba ninguno de los procedimientos europeos acerca del particular. Desde luego estableció en Bogotá una logia de franc-masones a la que decoró con el nombre de «Sociedad de las Luces» para hacérsela tragar al pueblo. Dábanse en ella a los incautos lecciones de inglés y francés, y luego se les iba alistando en la secta, que al poco tiempo llegó a estar en boga. Al lado de Santander, a quien se declaró Venerable, y de los ministros, grandes dignatarios de la logia, figuraban generales, comerciantes, abogados y aun clérigos y frailes, más o menos resabiados de liberalismo. Dábanse comilonas, se declamaba contra España y la Inquisición, contra la intolerancia de los Papas y la dominación del clero. «La religión hará grandes progresos, se decía a los cándidos aprendices, si el clero prescinde por completo de la política.» Para esparcir en el pueblo el veneno confeccionado en las logias, los periódicos de la secta principiaron a minarlos fundamentos del orden social, desfigurando la historia, vilipendiando día tras día a los hombres de bien y las personas eclesiásticas. Aquellos discípulos de Voltaire sabían perfectamente por boca de su maestro, que a fuerza de mentir, se logra infiltrar en los ánimos la mentira.
Creyéndose entonces en disposición de dirigir contra la Iglesia la formidable tramoya de la soberanía popular, insinuó Santander que para dotar a Colombia de un código verdaderamente liberal, que la emancipase para siempre de su larga servidumbre, los electores debían desterrar del futuro congreso a los reaccionarios, fanáticos y ocultos partidarios del gobierno caldo. Tan pérfidas declamaciones, apoyadas en habilísimos manejos electorales, dieron el resultado apetecido, y aquel pueblo católico, para fabricar su propia constitución, envió una imponente mayoría de francmasones.
Acontecía esto en 1821, a la sazón en que Bolívar, más preocupado de batir a los españoles que de legislar, daba principio a su grande expedición del Ecuador y del Perú. Los constituyentes se congregaron en Cúcuta bajo la dirección de Santander. En los precedentes proyectos de legislación fundamental, figuraba siempre un artículo declarando que la religión del Estado era la católica, con exclusión de todo otro culto. El congreso tachó este artículo bajo el hipócrita pretexto de que no tenía razón de ser declaración semejante en un país completamente católico. En vano la minoría hizo patente el sofisma que rasgaba el velo del odioso designio de los francmasones; estos votaron la supresión y hasta lograron expulsar del Congreso al doctor Baños que se negó a poner su firma al pie de semejante constitución, pues «adolecía de un vicio capital.»
No había por qué preocuparse ya con una religión cuyos derechos acababan de ser excluidos de la ley fundamental del Estado. El congreso votó en seguida la abolición del Santo Oficio y del Índex eclesiástico, reservando al gobierno la censura de los libros y de la prensa; y en prueba de respeto a la Iglesia, Santander autorizó inmediatamente la publicación de las obras de Voltaire, Rousseau, Diderot y Bentham, sin contar multitud de folletos impíos e inmorales. No se puso tampoco mal semblante a la organización de un cisma. Por graves motivos había otorgado la Santa Sede a los monarcas españoles privilegios muy especiales relativos al nombramiento de dignidades eclesiásticas, y administración de sus bienes y rentas, privilegios comprendidos bajo la denominación de real patronato. Evidentemente desaparecían con la monarquía mercedes particularmente concedidas a los monarcas católicos, y la América republicana volvía á caer en el derecho común. Pero contra toda evidencia, el congreso pretendió heredar de los reyes, derechos y privilegios semejantes. Vanamente se elevaron voces contra esta pretensión cismática; la mayoría masónica se declaró investida del derecho de patronato, y completó la obra de destrucción, sustituyendo en las escuelas públicas una enseñanza impía á la tradicional. So color de destruir los errores enseñados «durante los siglos de esclavitud,» el congreso impuso un nuevo plan de estudios a las universidades y aun a los seminarios mismos.
En todos los cursos se hizo obligatoria la adopción de textos notoriamente peligrosos y a veces, francamente impíos, como el de Bentham, profesor de ateísmo y de materialismo. ¡Desdichado el que osara criticar a este favorito de Santander! El doctor Margallo fue llevado a la cárcel por haber censurado desde su cátedra esta enseñanza impía, convertida en oficial, y forzosa.
Cuatro o cinco años de este régimen, mil veces más tiránico que el absolutismo regio, bastaron para exasperar a los pueblos. Defensores tan decididos de la Revolución, como Restrepo, historiógrafo de Colombia, se ven obligados a convenir en ello. La legislación impuesta por el congreso, según confiesa este amigo de Santander, derogaba los hábitos seculares, hacia tabla rasa de los buenos usos y costumbres, lo mismo que de los sentimientos religiosos de la nación; en una palabra, constituía una contradicción radical con la manera de ser del país.
El simple anuncio de una nueva legislatura, producía en el pueblo el mismo espanto que el pronóstico de un huracán o de un terremoto. En realidad, añade, estos congresos casi exclusivamente compuestos de abogados y jovenzuelos atiborrados de teorías francesas, no pensaban más que en aclimatar en Colombia las doctrinas de Voltaire y de Rousseau.
¡Y sí por fin, a cambio de impiedades y blasfemias, los perseguidores de la Iglesia hubiesen hecho algo por la prosperidad material del país! Pero ni aun eso: al cabo de quince años, habían amontonado más escombros que España en tres siglos. Colombia llegó a ser un infierno en que el orden estaba desterrado por completo. Nada de leyes protectoras del hogar, de las personas y propiedades: el latrocinio militar en todas sus formas; las casas saqueadas, los conventos convertidos en cuarteles, las iglesias profanadas, la leva de mozos a mano armada en calles y plazas, provincias enteras, como la de Pasto, exterminadas a causa de su realismo, ochocientos y hasta mil prisioneros arcabuceados de una vez; en los caminos, en aldeas y ciudades partidas de soldados cubiertos de andrajos, pasados de vicios, viviendo de la rapiña, inspirando desprecio y asco por el exceso de su impiedad é inmoralidad: tal era el afrentoso espectáculo que ofrecía aquel desdichado país. La guerra, siempre la guerra, y por consecuencia, la muerte de la agricultura, del comercio y del trabajo; exacciones insoportables, contribuciones forzosas, miseria en todas partes, bancarrota en perspectiva, ruina indefectible.
Roído en cuerpo y alma por esta banda de buitres el pueblo soberano lanzaba gritos de dolor que llegaron por fin a oídos de Bolívar en el momento mismo en que descendía de su pedestal del Potosí, embriagado todavía de victorias contra los tiranos, y muy orgulloso del regalo que acababa de hacer a América dotándola del sistema parlamentario. Labradores, comerciantes, clérigos y magistrados maldecían el nuevo régimen y pedían un salvador.
Apenas llegó a Lima, las quejas fueron más fuertes y vivas. Después de haber sacudido el yugo de los españoles, solo os resta, se lo decía, desembarazar el país de los tiranos liberales y de su execrable constitución. Aconsejábanle unos que restaurase la monarquía, y otros que se ciñese á sí propio la corona, con el título de emperador de los Andes. El bravo Páez, a quien había nombrado gobernador de Venezuela, enemigo personal de Santander, le importunaba para que imitase á Bonaparte, y arrojase por la ventana a todos los ideólogos del Congreso. Era una agonía: los diversos elementos de que se componía Colombia, se estaban cayendo a pedazos al impulso del descontento general Páez trabajaba para separar a Venezuela de la Unión, y otros ambiciosos agitaban en provecho propio las provincias del Ecuador: anunciábanse ya dentro de breve plazo la dislocación y la muerte. A pesar de su odio a Bolívar, de que había dado hartas pruebas, Santander se vio obligado a apelar como todos a la poderosa intervención del Libertador.
«V. E,, le decía, como Presidente de esta República, como su Libertador, como el Padre de la Patria, como el soldado de la libertad y como el primer súbdito de la Constitución, tomará el partido que crea más conveniente a nuestra salud y a la causa de la América. — Colombia ha nacido, porque V. E. la concibió; se ha educado bajo la dirección de V. E. y debía robustecerse bajo el suave influjo de la constitución y de V. E. mismo. Hoy está atacada en su infancia, con grave peligro de perecer, y V. E. es el único que debe salvarla.»
Mas ¡ay! que vamos a ver al vencedor de la naturaleza y de España, dejándose vencer por los falsos principios que le esclavizaron ¡luchar y reluchar en vano contra la tiranía revolucionaria! En nombre del pueblo soberano, los santanderistas van a hundir en la misma tumba a Bolívar y a Colombia.
Bolívar conocía a fondo el mal de que adolecía su país. A la constitución anárquica, antisocial y antirreligiosa de Cúcuta, quiso sustituir el sistema boliviano, esto es, un presidente vitalicio, investido de amplísimos poderes, senado inamovible, cámara electiva, en una palabra, una especie de monarquía constitucional, sin la sucesión hereditaria del jefe del Estado. Creía que este término medio entre la verdadera república y la monarquía verdadera, respondía a las exigencias del carácter americano, a las reminiscencias de lo pasado, tanto como a las aspiraciones de lo presente. Al general Páez que intentaba hacer de él un Napoleón del Nuevo Mundo, le decía terminantemente el 25 de Mayo de 1826: «Ni Colombia es Francia, ni yo Napoleón... Sin embargo, creo que en el próximo período, señalado para la reforma de la Constitución, se pueden hacer en ella notables mutaciones en favor de los buenos principios conservadores, y sin violar una sola de las reglas más republicanas. Yo enviaré á V. un proyecto de Constitución que he formado para la República de Bolivia; en él se encuentran reunidas todas las garantías de permanencia y libertad, de igualdad y orden. Si V. y sus amigos quieren aprobar este proyecto, sería muy conveniente que se escribiese sobre él y se recomendase a la opinión del pueblo. Este es el servicio que podemos hacer a la Patria.»
Para el éxito de esta evolución contaba con su propia influencia, con la sensatez del futuro Congreso, y quizás también con un resto de patriotismo de los santanderinos; pero estaba resuelto a no salirse de la legalidad. En Septiembre de 1826, llegó a Guayaquil de paso para Bogotá, y las autoridades de las tres provincias ecuatorianas le suplicaron que aceptase la dictadura, indispensable, a juicio suyo, para acabar con los anarquistas de Colombia y los revoltosos de Venezuela. Encadenado por su principio de la soberanía del número, Bolívar contestó que dentro de la legalidad podía salvarse el país y que él por su parte no quería que se le mentase siquiera lo del poder dictatorial. Poco después, en una proclama dirigida a los colombianos, lanzó este grito que más que de un jefe parecía salir de las entrañas de un padre: «El eco de vuestras discordias ha llegado a mis oídos: vengo a vosotros con la rama de oliva en la mano. Cesen vuestras funestas disensiones, sino queréis que en pos de la anarquía venga la muerte a cernerse sobre escombros y desiertos.»
Los liberales de Bogotá, con Santander a la cabeza, se burlaron en grande de la rama de oliva. A fin de simbolizar de antemano los esfuerzos del reformador, desatáronse en la prensa contra el déspota «que ardía en deseos de ceñirse la corona, imponiendo al pueblo la carta de esclavitud de que había dotado a Bolivia.» Santander alucinó tan bien a sus abogados, a sus estudiantes y a su populacho, que Bolívar tras de cinco años de triunfos y de ovaciones en América, fue recibido como enemigo en su propia tierra. A las puertas de la capital el intendente de la provincia, en medio de la municipalidad, se creyó en el caso de arengarle acerca del respeto debido a la constitución, y de la obligación en que todos estaban de cumplir sus juramentos. Indignado de audacia semejante respondió Bolívar «que al llegar a Colombia al frente de un ejército cargado de laureles, tenía derecho a esperar felicitaciones, en vez de impertinentes declamaciones sobre la constitución y las leyes. » Un poco más lejos, leyó un enorme cartel con estas significativas palabras: « ¡Viva la Constitución por diez años!»
En el palacio nacional el vice presidente Santander le dio el parabién por sus triunfos militares, declarando que también él, durante aquellos cinco años, había cifrado su gloria en gobernar según la ley; y que por lo demás, continuaría siendo esclavo de la constitución y grande admirador de Bolívar.
Estas manifestaciones hicieron comprender al libertador la necesidad de mantener oculto por de pronto al menos, su plan de reforma. Habló de la independencia, del ejército, de la unión, de la voluntad nacional «soberana infalible», y por último de la constitución, «ese libro sagrado, el evangelio del pueblo colombiano.» — «El voto nacional, añadió, me ha obligado a encargarme del mando supremo; yo lo aborrezco mortalmente, pues por él me acusan de ambición y de atentar a la monarquía. ¡Qué! ¿Me creen tan insensato que aspire a descender? ¿No saben que el destino de Libertador es más sublime que el trono?» Esto dicho, desenvainó su gloriosa espada, y se partió para Venezuela, con ánimo de hacer entrar a los separatistas en la unión, de buen o mal grado.
A pesar de aplaudir las declaraciones liberales de Bolívar, no ignoraban los santanderinos cómo pensaba este en secreto acerca de sus execrables leyes, ni cuan vivo era su deseo de que fueran revisadas. Lo habían llamado para hacer entrar en razón a Páez; pero muy resueltos a deshacerse de su salvador, desde el punto en que no les hiciese falta.
A penas dejó a Bogotá cuando los periódicos comenzaron a rugir contra el tirano, acribillando á sarcasmos la constitución de Bolivia. Para acabar de exaltar los ánimos, Santander publicó un mensaje al presidente, suscrito por gran número de habitantes y empleados de Bogotá, suplicándole, en medio de lisonjas más o menos envenenadas, que no alterase el sistema de gobierno. A fuerza de intrigas, llegó a sublevar contra Bolívar la división colombiana que le había seguido al Perú. El coronel Bustamante y setenta oficiales cómplices suyos, so pretexto de que la república estaba en peligro, arrestaron a sus jefes, tanto en Lima como en Bogotá. «Nuestros jefes, decían, traidores a la patria, son auxiliares de Bolívar para desgarrar el pacto constitucional.» En vez de destituir al autor de tan indigno pronunciamiento, Santander le felicitó por el buen ejemplo que acababa de dar. Intrigas semejantes de tal manera exasperaron a Bolívar, que inmediatamente resignó sus poderes.
«En cuanto a mí, escribía al congreso enviándole su dimisión, las sospechas de una usurpación tiránica rodean mi cabeza y turban los corazones colombianos. Los republicanos celosos no saben considerarme sin un secreto espanto, porque la historia les dice que todos mis semejantes han sido ambiciosos. En vano el ejemplo de Washington quiere defenderme... Con tales sentimientos renuncio una y mil millones de veces la presidencia de la república.»
El congreso no dejó de examinar la cuestión de si convenía o no aceptar la dimisión del presidente: los bolivaristas, o partidarios de la revisión, opinaron por la negativa, alegando la necesidad de un brazo poderoso y fuerte en las difíciles circunstancias en que se hallaba Colombia. Los santanderistas, por el contrario, se pronunciaron furiosos por la aceptación: «Los colombianos, decían, tienen horror a la servidumbre; no hay hombre necesario: y por otra parte ¿porque rehusar a Bolívar un reposo que tiene tan merecido?» Un diputado añadió «que teniendo el honor de pertenecer a la especie humana, votaría contra Bolívar en atención a que el código boliviano sólo era bueno para bestias de carga».
Después de esta mazada, se pasó a la votación, y cincuenta diputados contra veinticuatro rehusaron aceptar la dimisión.
Derrotados los santanderistas, Bolívar conservó el poder y convocó una gran Convención para terminar las diferencias, decidiendo la cuestión de las reformas constitucionales. Respetando siempre la soberanía nacional, recomendó a los agentes del gobierno que propusiesen como candidatos a hombres de probidad y patriotismo, dejando luego a los electores en completa libertad. Pero estos funcionarios se cruzaron de brazos, mientras que una legión de santanderistas recorría aldeas y ciudades denunciando al tirano, al usurpador y enemigo de la patria. Coma generalmente sucede, el pueblo engañado se decidió por los más activos y más audaces, y mandó a la convención una gran mayoría de santanderistas. La asamblea se reunió en Ocaña el 9 de Abril 1828, y siempre en campaña contra los insurgentes, Bolívar dirigió á los diputados un mensaje perfectamente motivado, sobre la necesidad de fortalecer el gobierno ejecutivo. Después de haber enumerado las reformas que le parecían indispensables, concluía en estos términos: «Un gobierno firme, poderoso y justo es el grito de la patria. Miradla de pie sobre las ruinas del desierto que ha dejado el despotismo, pálida de espanto, llorando quinientos mil héroes muertos por ella, cuya sangre, sembrada en los campos, hacía nacer sus derechos. Sí, legisladores; muertos y vivos, sepulcros y ruinas os piden garantías. Y yo que sentado ahora sobre el hogar de un simple ciudadano, y mezclado entre la multitud, recobro mí voz y mí derecho; yo que soy el último que reclamo el fin de la sociedad; yo que he consagrado un culto religioso a la patria y a la libertad, no debo callarme en momento tan solemne. Dadnos un gobierno en que la ley sea obedecida: el magistrado respetado y el pueblo libre... Considerad que la energía de la fuerza pública es la salvaguardia de la flaqueza individual, la amenaza que aterra al injusto y la esperanza de la sociedad.»
La asamblea escuchó este mensaje con profundo silencio; pero los exaltados se desataron luego en injurias contra el dictador, pidiendo a voces su deposición. Santander había ya declarado que antes se haría vasallo del Gran Turco que obedecer a Bolívar, en vista de cuya previa decisión, la minoría se abstuvo de concurrir a las sesiones; con lo cual, a falta de número suficiente para deliberar, se consiguió la disolución de la cámara. Los santanderistas, copiando á Bentham, declararon que »en ningún caso se puede resistir a la mayoría, aun cuando llegue ésta a legislar contra la religión y el derecho natural, aun cuando mande a los hijos que sacrifiquen a su padre» y se les dejó entregados a sus extravagancias para pensar en los medios de salvar a la patria.
La situación llegó a ser gravísima: los liberales hablaban ya de desterrar, y hasta de descuartizar a Bolívar. En semejante conflicto, el coronel Herrán, jefe de la provincia, convocó una junta popular para salvar la república, según decía, insultada por el Perú, amenazada por España, y vendida por una asamblea que rehusaba al Libertador los poderes necesarios para cumplir su misión. El pueblo decretó en seguida la disolución del congreso y la dictadura temporal del presidente. El consejo de Estado y las autoridades civiles y militares, se agregaron a la junta, y Bolívar volvió a entrar en la capital en medio de un pueblo embriagado de júbilo, consintiendo en aceptar el poder hasta el día 2 de Enero de 1830, en que se había fijado la convocación del nuevo congreso.
Pero la revolución no cede nunca: a los que no puede derribar, los asesina. Transcurrido un mes de su derrota el 25 de Setiembre de 1828, á cosa de media noche, una turba de insurgentes y soldados amotinados asaltó el palacio presidencial, dando gritos de muerte contra el tirano. Había forzado ya la puerta, y puñal en mano, se dirigían algunos a la alcoba de Bolívar, cuando este, despertándose al ruido, se escapó por una escalera secreta. Habiéndoles salido fallido el golpe, los asesinos se vieron envueltos por la tropa, y quedaron arrestados. Se fusiló a los más culpables, y el mismo Santander, convicto de haber tomado parte en el asesinato, fue condenado a destierro.
Bolívar comprendió entonces hasta donde llegaba la tiranía revolucionaria y la humillación de un pueblo entregado indefenso a los ambiciosos y malvados que lo explotaban. No consultando más que la justicia y el interés de la patria, dictó estos dos decretos:
«Considerando 1° Que la lenidad con que el gobierno ha querido caracterizar todas sus medidas, ha alentado a los malvados a emprender nuevos y horribles atentados: 2° Que anoche mismo han sido atacadas a mano armada las tropas a quienes estaba confiada la custodia del orden y del gobierno, y el palacio de este, convertido en teatro de matanza, y aun se amenazó con encarnizamiento la vida del jefe de la república... Decreto: De hoy en adelante pondré en práctica la autoridad que por el voto nacional se me ha confiado, con la extensión que las circunstancias hagan forzosa. — Habiendo acreditado la experiencia, tanto en Colombia como en otras naciones, que las sociedades secretas sirven especialmente para preparar los trastornos públicos... que ocultando ellas todas sus operaciones con el velo del misterio, hacen presumir fundadamente que no son buenas... Decreto: Se prohíben en Colombia todas las sociedades o confraternidades secretas, sea cual fuere la denominación de cada una.»
A fin de restablecer la unión íntima entre la Iglesia y el Estado, unión a que en otro tiempo había llamado el Arca de alianza, exhortó vivamente al clero a predicar incesantemente la moral cristiana, la paz y la concordia, diciendo: «Del desvío de los sanos principios, ha provenido el espíritu de vértigo que agita al país; y cuando se enseña y se profesa las máximas del crimen, es preciso que se haga también oír la voz de los pastores que inculque el respeto, la obediencia y la virtud.»
Y persuadido, en fin, de que la enseñanza universitaria estaba emponzoñando la juventud, dispuso su completa reforma, expulsó de las escuelas los textos peligrosos, e introdujo en ellas el estudio profundo de la religión, «a fin de suministrar armas a los jóvenes contra los ataques de la impiedad y el impulso de sus propias pasiones.»
La razón estaba por Bolívar; pero la lógica no. El hombre de 1789 había acariciado, lisonjeado y divinizado en demasía la Revolución, para que esta se dejase ahora amordazar por él. La Mejera lanzaba furiosos aullidos, y a sus esfuerzos, el edificio colombiano crujía por todas partes y el Perú llegó hasta la amenaza de una invasión.
En vano Bolívar se multiplicaba para reparar las brechas, pacificando en persona el Coca sublevado, triunfando del Perú por sus generales Sucre y Flores; la fecha solemne del 2 de Enero de 1830 iba a ponerle en presencia del pueblo soberano.
Durante un año entero, sus enemigos hablan empleado los medios más innobles para desacreditarle ante los electores. A fuerza de escuchar que la dictadura era el escabel del trono, el pueblo se imaginó que votando por los partidarios de Bolívar, votaba el restablecimiento de la monarquía, y los santanderinos triunfaron en toda la línea. Sublevado contra tamaña ingratitud, rendido de fatiga y enfermo, sucumbió Bolívar abrumado por el desaliento y el desengaño. No teniendo a mano ningún medio legal de resistir a los opresores de la patria, les dejó decir y hacer cuanto se les antojara. A un amigo que le propuso redactar un plan de constitución, le contestó que había fabricado ya bastantes constituciones, y que abandonaba el congreso a su propia inspiración.
En una proclama dirigida al pueblo, le anunció que cada cual era perfectamente libre para expresar sus ideas, tanto sobre la forma, como sobre las personas del futuro gobierno; que en cuanto a él había resuelto irrevocablemente volver a la vida privada. Su consejo de Estado, de acuerdo con los diplomáticos extranjeros, propuso un día ofrecerle la corona para arrancar a la desdichada Colombia de los garras de ambiciosos que ardían en deseos de repartírsela en pedazos; pero él amenazó con abdicar inmediatamente el poder, si no se abandonaba proyecto semejante.
El lo de Enero de 1830 quedó instalado el congreso, y Bolívar le envió su dimisión en términos que no dejaban duda acerca de sus intenciones. Después de haber deplorado la instabilidad de las instituciones y la anarquía que de ella resultaba, declaró que cesaba para siempre en sus cargos políticos: «Permitidme que mi último acto, añadía, sea recomendaros que protejáis la religión santa que profesamos, fuente profusa de las bendiciones del cielo. La educación pública, que es el cáncer de Colombia, reclama de vosotros sus más sagrados derechos». Y en una frase que resumía la historia de los últimos veinte años, hacia este triste, pero fatal balance de la tiranía revolucionaria: «Ciudadanos, me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa de los demás». Sin tener en cuenta las instancias del congreso para que conservase el poder hasta que se votara la constitución y se eligieran las nuevas autoridades, dio parte al pueblo de su retirada definitiva.
» ¡Colombianos! les decía: Hoy he dejado de mandaros. Veinte años ha que os he servido en calidad de soldado y magistrado. En este largo periodo hemos reconquistado la patria, libertado tres repúblicas, conjurado muchas guerras civiles, y cuatro veces he devuelto al pueblo su omnipotencia, reuniendo espontáneamente cuatro congresos constituyentes... Temiendo que se me considere como un obstáculo para asentar la república sobre la verdadera base de su felicidad, yo mismo me he precipitado de la alta magistratura á que vuestra bondad me había elevado. ¡Colombianos! He sido víctima de sospechas ignominiosas, sin que haya podido defenderme la pureza de mis principios. Los mismos que aspiran al mando supremo, se han empeñado en arrancarme de vuestros corazones, atribuyéndome sus propios sentimientos; haciéndome aparecer autor de proyectos que ellos han concebido; representándome, en fin, con aspiración a una corona que ellos me han ofrecido más de una vez, y que yo he rechazado con la indignación del más fiero republicano. Nunca, nunca, os lo juro, ha manchado mi mente la ambición de un reino, que mis enemigos han forjado artificiosamente, para perderme en vuestra opinión. No escuchéis, os ruego, la vil calumnia y la torpe codicia que por todas partes agitan la discordia ¿Os dejareis deslumbrar por las imposturas de mis detractores?... ¡Compatriotas! Escuchad mi última voz al terminar mi carrera política: a nombre de Colombia, os pido, os ruego, que permanezcáis unidos para que no seáis los asesinos de la patria y vuestros propios verdugos.»
El 8 de Mayo partió Bolívar para Cartagena, con el intento de dirigirse a Europa. Orillas del mar, a donde había ido para reparar un tanto su quebrantada salud, vio desmoronarse el edificio que había levantado. Venezuela se organizaba como república independiente bajo la presidencia del general Páez, y las tres provincias del Ecuador, Quito, Cuenca y Guayaquil, rompiendo una tras otra la cadena que las sujetaba á Colombia, se declaraban autónomas a las órdenes del general Flores. Menos afortunado que Alejandro, Bolívar asistía en vida al desmembramiento de su gran república, cuyos despojos se disputaban sus capitanes, recíprocamente devorados por la envidia. Supo luego que su mejor amigo, el general Sucre, vencedor de Ayacucho, había sucumbido en los sombríos desfiladeros del Coca, cobardemente asesinado por sus rivales; y conmovido hasta el fondo de su corazón, exclamó el Libertador: «¡La sangre de Abel es la que han derramado !» Por lo demás, no perpetraban aquellos Caínes, menos repugnantes infamias en Bogotá: los estudiantes se divertían fusilando el retrato de Bolívar; los amigos de este eran insultados como serviles por la soldadesca liberal; el desorden llegó a tomar tales proporciones, que el general Urdañeta, apoderado de la ciudad por un golpe de mano, instituyó un gobierno provisional, cuyo primer acto fue enviar una comisión a Bolívar para suplicarle que volviese a tomar el mando: «¿Qué he de hacer yo, contestó, contra una barrera de bronce que me separa de la presidencia? Esta barrera de bronce es el derecho. No lo tengo, ni lo ha cedido el que lo posee.» Sus amigos insistían en nombre de la patria moribunda; y él replicaba: «No espero salud para la patria. Este sentimiento, o más bien, esta convicción interior, ahoga mis deseos y me arrastra a la más cruel desesperación. ¡Yo creo todo perdido para siempre!... Hay más aun; los tiranos de mi país me lo han quitado; así yo no tengo patria a quien hacer el sacrificio.»
Esos tiranos no solo lo habían arrojado de su patria, sino que lo habían asesinado. Algunos meses de agonía moral bastaron a ponerlo al borde del sepulcro. El 8 de Diciembre se sintió desfallecido en la ciudad de Santa Marta, a donde lo habían llevado sus amigos para que se repusiese un poco, antes de darse a la mar. Advertido por el Obispo de que estaba en peligro de muerte, recibió los últimos sacramentos de la manera más edificante, y luego dictó su despedida del pueblo colombiano.
«Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono. — Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la unión: los pueblos, obedeciendo al actual gobierno para librarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo, y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales. — ¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria; si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.»
El 17 de Diciembre de 1830 exhaló su postrer suspiro. Contando solo 47 años; ¡cuántos servicios hubiera podido prestar aun a su país, a no ser por los miserables que emponzoñaron su vida y apresuraron su muerte! Por lo demás, hijo de la Revolución, debía esperar ser devorado por ella. ¿No es esta, por ventura, la suerte que reserva, como Saturno, a todos sus hijos?
Auguste (Jean-Baptiste) Berthe (*Merville 15/VIII/1830-1907/XI/22 †Roma), en religión Augustin Berthe C.Ss.R., fue un sacerdote católico, misionero y predicador redentorista. Profesor de retórica, misionero en Inglaterra, Francia y Suiza, fue rector de diversas casas redentoristas en Francia, hasta ser designado en 1849 Consultor General de su congregación en Roma, donde vivirá hasta el fin de su vida supervisando los estudios teológicos y los escritos de sus hermanos de religión. Escribió numerosos artículos y libros, varios de ellos traducidos a diferentes idiomas. Conoció personalmente y fue el primer biógrafo de Gabriel García Moreno, el presidente mártir del Ecuador. Opuesto al Americanismo y al Ralliement, fue una de las grandes figuras del catolicismo fiel y militante de su época. También publicó una Vida de San Alfonso de Liguorio en dos volúmenes. En 1899 escribió una profética carta a Monseñor Delassus, a propósito de la aparición del libro de éste L'Americanisme et la Conjuration anti-chrétienne, "Malheur au monde si l'Amérique devient, comme on nous le prédit, la conquérante des peuples et l'institutrice des siècles à venir!".
[Fotografía gentileza de www.SantAlfonsoEdintorni.it]