"Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia."

martes, 29 de noviembre de 2011

Rescatan del olvido la figura del virrey Abascal

El profesor español Juan Ignacio Vargas Ezquerra comenta en su bloc de notas, ¡Averígüelo Vargas!, su tesis doctoral El gobierno peruano del virrey Abascal: Categorías de poder y gestión política (1806-1816) que fuese defendida en la Fac. de Filosofía y Letras de la Univ. de Zaragoza en 2007, obteniendo un sobresaliente cum laude por unanimidad. Esta tesis fue la base del libro Un hombre contra un continente: José Abascal, rey de América, editado por Akrón en 2010, con prólogo de Antonio R. Peña Izquierdo (y que se puede adquirir aquí).



En su tesis, el Dr. Vargas demuestra cómo "el virrey José Fernando de Abascal y Sousa (1806-1816) sobrevivió hábilmente a la crisis dinástica de 1808 y salvó al virreinato del Perú del conflicto interno, que trastornó a los virreinatos de Río de la Plata, Nueva Granada y Nueva España, así como a las capitanías generales de Caracas y Chile desde 1809-1810. Por medio de su política de reciprocidad, Abascal pudo trascender la tensión entre españoles y americanos con la perspectiva de volver del revés la política carolina desde la década de 1770. La política conservadora de Abascal combinó la defensa del orden establecido con una contraofensiva exterior...", reestableciendo el control del Perú sobre Quito, el Alto Perú y Chile. 

"Abascal se presentó como el auténtico virrey en el momento de la Emancipación. Él fue realmente el único virrey del momento... Fue un hombre con energía, decisión e iniciativa propia, lo contrario del tipo de virrey creado por las reformas borbónicas, recortado en sus atribuciones y simple ejecutor... Por el hecho de no resignarse a actuar débilmente en una época crítica, Abascal procedió como autoridad independiente.

"...Abascal salvó la crisis constitucional con un verdadero alarde de tino político, mediante el que fue capaz de conciliar la obediencia al gobierno metropolitano, reprimir los intentos revolucionarios, recompensar a sus servidores, mantener los Reales Ejércitos, socorrer fuera del Virreinato a todas las autoridades en peligro de ser rebasadas por los insurgentes, en unas circunstancias en las que todo le era necesario y todo era poco para las atenciones del propio Perú, y lograr la formación de un partido americano criollo realista para hacer frente a los partidarios de la Independencia. La actitud firme e irreconciliable del Virrey hacia los revolucionarios y descontentos fue, quizá, el factor más decisivo en el mantenimiento de la autoridad española. Contrario a otros débiles representantes, que se rendían dócilmente a la presión en otras partes del imperio, estaba constantemente en guardia, decidido a sostener el sistema absolutista [sic] en el que creía, desaprobando no sólo la vacilación de sus colegas en otras partes de la América española, sino también las políticas conciliadoras de los sucesivos grupos que habían tenido la autoridad en la Península. Reveló en tan difíciles circunstancias talento, sagacidad y decisión, dotes que se pusieron reiteradamente de manifiesto cuando el ejemplo de las revoluciones americana y francesa, además de los conflictos en la propia metrópoli, agitó a todos los estamentos del Perú. Su prestigio personal y sus cualidades de estadista, a la par de su actitud recta e inquebrantable, le ganaron el respeto y la simpatía de la población limeña, si bien es verdad que la contrapartida de esta adhesión fue de veras onerosa en el campo económico. Con este objetivo, Abascal adoptó una política de conciliación y acercamiento a las elites americanas, especialmente a los intereses ya concedidos por la política borbónica del siglo XVIII. Su política en Perú no fue innovadora, ni mucho menos abrupta, sino continuadora de un proceso de acercamiento entre el gobierno virreinal y las elites limeñas, que ya había comenzado. La habilidad política de Abascal le permitió sobrevivir en una situación potencialmente peligrosa en la cual la elite limeña, sinuosa e intrigante como siempre, estaba buscando maneras para promover sus propios intereses."

Para continuar leyendo, ir aquí.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Un clero corrompido...

Ya nos hemos referido al papel primordial que en la difusión de los principios revolucionarios tuvieron los clérigos. Pero volveremos a repetirlo todas las veces que haga falta para derribar el mito de la "revolución católica" en que tanto se empeñan los nacionalismos-católicos americanos.

Como hemos dicho, no son éstas lecturas de tipo racionalizadas luego de ocurridos los hechos, sino que ya, en su tiempo, los protagonistas pensaron efectivamente que eran los frailes y sacerdotes los principales agentes de la propaganda revolucionaria en medio de un pueblo católico pero poco instruido. En el artículo citado más arriba, copiábamos como epígrafes, dos expresiones que confirman nuestro aserto: "el triunfo o derrota de la Guerra de la Independencia se deberá a lo que hicieron los sacerdotes" (el general realista Goyeneche) y "el triunfo se debe a los curas que siempre han estado de nuestra parte" (el jefe revolucionario Castelli en comunicación a la Junta de Buenos Aires; sí, el mismo que protagonizó misas negras y blasfemias en el Alto Perú). Y, de un tiempo posterior, es la afirmación del realista Pezuela, luego de Vilcapugio: "el espíritu revolucionario se ha formado principalmente por los perniciosos ejemplos e influjos del clero de esta parte de América".

Para entender el grado de corrupción doctrinal de estos clérigos revolucionarios nada mejor que el siguiente texto:

El derecho que yo promuevo no es el de los incas, dueños naturales del país: sus cenizas, sí, deben sernos respetables, y su desgraciada suerte armarnos siempre contra la tiranía y el despotismo. La causa que yo defiendo es la de todos los hombres: aquellos derechos, digo, imprescindibles e inalienables que a nadie le es permitido renunciar. Hacía mucho tiempo que hollados éstos por el gobierno español, debía la América haber pegado un grito que… despertase a todos de su letargo.” 
-- Pbro. Miguel Calixto del Corro, “Oración patriótica… en la iglesia catedral de Córdoba” del 25/V/1813.

Son claramente los principios de la Revolución Francesa, aunque se lo quiera disfrazar de Suárez, Vitoria o la escuela de Salamanca.



miércoles, 9 de noviembre de 2011

La ayuda de Inglaterra

Se menciona una profecía escrita en un antiguo templo del Sol en El Cuzco según la cual, la liberación de América del Sur sería realizada por la nación del inglés. Dicha profecía estaba destinada a verse realizada puesto que este continente en gran medida debe su emancipación del yugo español a la cooperación del gobierno y el pueblo de Gran Bretaña. Canning declaró desde el escaño ministerial en la Cámara de los Comunes que “dio existencia a un Nuevo Mundo para cambiar el equilibrio del viejo”, y tan calurosamente expuso la causa de América del Sur que los capitalistas de Londres libremente abrieron sus tesoros a los agentes de las nuevas repúblicas, mientras que miles de valientes soldados de fortuna pusieron sus espadas al servicio de Bolívar y los otros jefes patriotas. Incluso antes de Canning, el gobierno de Pitt dio aliento al General Miranda, que hizo varias visitas a Inglaterra en nombre de Venezuela, y uno de los resultados de los esfuerzos de Miranda fue la misión especial de Sir James Cockburn a Caracas en 1808. Miranda fue arrojado injustamente en un calabozo por los patriotas venezolanos, y murió encadenado.

Cinco años después llegó la primera expedición de voluntarios ingleses del Gral. MacGregor, y en el intervalo desde 1813 hasta el fin de la guerra en 1824, casi 5000 súbditos británicos cayeron peleando bajo las banderas independentistas.

Según Lord Palmerston, las distintas repúblicas sudamericanas costaron a Gran Bretaña la enorme suma de 150 millones de libras esterlinas, incluyendo los préstamos concedidos en Londres que aún estaban impagas.

Sin embargo, fueron los logros de los comandantes británicos en las flotas y ejércitos de América del Sur los que preservarán para la historia la ayuda de Gran Bretaña a los patriotas. En el curso de los capítulos siguientes narraré muchos gloriosos hechos de armas llevados a cabo por mis compatriotas, reflejando no menos lustre de las banderas bajo las cuales pelearon como del heroico suelo en el cual nacieron.

El Almirante Brown destruyó el poderío naval español en la costa Este del continente mientras Lord Cochrane lo hacía en la costa Oeste.

O’Higgins y MacKenna se cubrieron de Gloria en Rancagua y Membrillar en Chile, al mismo tiempo que MacGregor expulsaba a los españoles de Nueva Granada.

La decisiva batalla de Ayacucho fue ganada por el General Miller, quien allí ganó la distinción de Gran Mariscal del Perú; y tenemos el testimonio del General Bolívar de que la dura victoria de Carabobo se debió al coraje de la Legión Anglo-Irlandesa. “¡Gloria a los salvadores de mi patria!” fue la exclamación de Bolívar, cuando la pequeña banda de 600 sobrevivientes marchaban frente a él tras finalizar la batalla.

“Vale la pena remarcar”, dijo un escritor hace poco, “que no sólo Inglaterra envió grandes sumas de dinero y cantidades de armas a América del Sur, sino también que el coraje de sus hijos fue principal instrumento para asegurar la independencia de las repúblicas sudamericanas. Fue la firmeza de la Legión Británica la que ganó la batalla de Carabobo (junio de 1821) y decidió la independencia de Colombia, y la carga de la caballería del General Miller en Ayacucho la que procuró la gran victoria que destruyó el último baluarte español en el Perú.”

Así comienza la tercera parte de un libro muy ilustrativo que veremos citado muchas veces aquí en esta bitácora: The English in South America de Michael G. Mulhall (Buenos Aires, 1878). Sea ésta una muestra de lo que vendrá.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Woodbine Parish: Aventurero, rivadaviano y rosista

Woodbine Parish nació en Londres el 14 de septiembre de 1796. Provenía de una familia aristocrática de Axholm en Lincolnshire que había perdido su posición por devoción a la causa monárquica en los días de la Revolución inglesa.

Su abuelo Henry Parish, capellán de Lord Townshend, acumuló una apreciable fortuna siguiendo a su protector en sus destinos militares y políticos. Casó con una dama de apellido Woorbine y tuvo cinco hijos: Henry Williams, Sarah, Woodbine, Frances y Charles Compton.

El Reverendo Henry tenía un hermano, John Parish, fue superintendente de ordenanzas de la Torre de Londres durante años y casó con Elizabeth Planta, hija del capellán del Rey. Así quedó cimentada una importante alianza entre los influyentes Planta y los Parish que daría sus frutos en las próximas generaciones.

A la muerte de su capellán y abuelo de nuestro biografiado, Lord Townshend tomó a su hijo mayor, Henry Williams Parish, bajo su cuidado. Henry W. fue enviado al Woolwich College y luego obtuvo, por recomendación de su protector, una comisión en el Real Regimiento de Artillería del Duque de Richmond. Estuvo en Gibraltar, en Canadá y en la expedición a China de Lord Macartney que exploró las costas de África y Brasil, las Indias Holandesas, Malaya y Cochinchina, antes de llegar a destino. Años después, sería ayudante de campo y paje de Lord Cornwallis en Irlanda.

El menor de los hijos del Reverendo Henry, Charles Caompton Parish, se unió ya de muy joven a la marina mercante y ya a los 23 años poseía en propiedad el velero “Acalus”, con el que comerciaba en las Antillas. Al estallar las guerras de la Revolución francesa, realizó misiones en el Mediterráneo y, cerca de la costa española, fue capturado por fragatas francesas. A pesar de estar prisionero, el Capitán Parish logró establecer contacto con antiguos socios en Marsella y Génova, gracias a los cuales pudo escapar. Como capitán de otros buques mercantes, logró sacar ventaja de las siguientes guerras napoleónicas y, en 1814, fue designado superintendente de puertos de las Antillas Británicas. Ocupó este cargo durante veinticuatro años, para retirarse luego con una pensión en Inglaterra.

Siendo el tercer hijo y el segundo varón, Woodbine Senior sólo tenía cinco años cuando su padre, el clérigo anglicano, murió. Fue adoptado por su tío materno, William Woodbine, residente en Yarmouth. En 1777 lo envió a Lieja, a estudiar en el colegio jesuita inglés, que funcionaba en el antiguo palacio del Elector Palatino de Baviera. Sólo otro niño, además de Parish, era protestante. Pero la educación clásica brindada era excelente y el precio era mucho más accesible que en los colegios ingleses. Aunque nunca dejó su anglicanismo, sin embargo, siempre lamentó la Reforma como un gran daño. En 1783 regresó a Inglaterra y se estableció con su tío en Londres por breve tiempo. William Woodbine era un comerciante en crecimiento y envió a su sobrino a Livorno como su representante en Italia. Con el fin de independizarse de su tío, aceptó un nombramiento como oficial de la East India Company. Recorrió la costa africana y el Sudeste Asiático, hasta llegar a China, donde pasó 6 meses. Regresó luego por la vía del Mediterráneo, haciendo buenas relaciones en Italia y España. Al llegar a Londres se asoció a su tío que al año, murió. Junto a sus primos Planta, recorrió Francia, Alemania y Holanda, haciendo los mejores negocios. En 1795 casó con la única hija del clérigo henry Headley, rector de North Walshan (Norfolk), quien, por sus conexiones, le abrió la puerta a la aristocracia de ese tiempo, convirtiéndose en amigo íntimo de personajes como Lord Perceval (futuro primer ministro), el Coronel Herries (padre de un futuro ministro de economía británico) y Nicholas Vansittart (futuro ministro de economía y Lord Bexley, y quien daría a Miranda todo su apoyo en la causa de las independencias americanas). Así fue que obtuvo el cargo de presidente de la junta de impuestos de Escocia. En 1823 obtuvo su retiro con una renta anual de 1000 libras y fallecería diez años después.

Nuestro biografiado, hijo del anterior, se educó primero en una escuela primaria de Essex. Allí fue que, en un accidente, quedó con una cojera que lo acompañaría toda su vida. Luego, gracias a los contactos de su padre, pasó al aristocrático Eton College.

Al salir de Eton en 1812, John Charles Herries, hijo del amigo de su padre, lo llevó consigo a trabajar en el Departamento del Comisario Jefe de abastecimientos militares.

En 1814, Herries le dio su primer destino diplomático en Sicilia, para ayudar en la evacuación de las tropas británicas y, también, contactarse con líderes anti-borbónicos unionistas. Como explica su nieta y biógrafa, “Sicilia era de vital importancia para Inglaterra si quería mantener su supremacía en el Mediterráneo, y ahora que había una crisis, la única alternativa viable para los ingleses, si no querían abandonar la isla, era establecer un gobierno decente bajo su control”. Los Borbones, endeudadísimos con Gran Bretaña, y sin control real sobre la isla, se vieron obligados a aceptar la constitución liberal que les impusieron.  

Se vio involucrado en los eventos que siguieron a la victoria sobre Napoleón en Waterloo. En 1815, Parish viaja en la expedición inglesa que restaura la Casa de Borbón en Nápoles y derrota finalmente a los partidarios de Murat.

Luego regresó a París como secretario de Lord Castlereagh, colaborando en la redacción del borrador del Tratado de París de 1815. Allí, en la embajada británica parisina, volvió a reunirse con su primo Planta y con Edward Cooke, otro orgulloso etoniano como él. Lord y Lady Castlereagh tomaron mucho cariño al joven Parish, habiendo sido conocidos también de su tío Henry en Irlanda.

En este puesto de primer orden, conoció personalmente a Metternich, Blücher, Wellington, Luis XVIII y el Zar de Rusia, entre otros personajes de primer orden. Durante todo este tiempo en el exterior mantuvo actualizada y detallada correspondencia con su padre en Edimburgo. Quien, a su vez, le comunicaba noticias de sus parientes dedicados al comercio y a la diplomacia, distribuidos por todo el mundo.

“Casualmente”, se hizo íntimo amigo de Sir Peregrine Maitland, hermano del general escocés Thomas, amigo de José de San Martín y posible estratega del plan del cruce de los Andes e invasión del Perú. También se hizo amigo de Wilhelm von Humboldt, hermano de Alexander, ambos presentes en París como asesores del Rey de Prusia.

Terminados los asuntos de París que mantenían ocupado a Castlereagh, éste decidió regresar a Inglaterra, tomando a Parish como su secretario privado, mientras su primo Planta continuaba como secretario de asuntos exteriores, casi como un viceministro. Pero los recortes posteriores a la guerra, lo obligaron a aceptar en 1816 una misión en la isla de Corfú, donde Sir Thomas Maitland había sido designado Alto Comisionado de las Islas Jónicas. En este puesto se encontró involucrado en las negociaciones con los turcos por el destino de Albania y algunas de las islas griegas que habían sido tomadas por Napoleón.

Al regresar a Londres, trabajó con su primo Planta, a quien iba a acompañar a Aquisgrán para asesorar en las negociaciones de las potencias europeas. Pero poco antes, tuvo una “curiosa entrevista” con el viejo Nathan Meyer Rothschild. Nathan era el tercero de los hermanos Rothschild, distribuidos en Viena, Nápoles, París y Frankfurt. A él le había tocado Londres, allí se estableció en 1797 y tan sólo siete años después obtenía la ciudadanía británica. El Secretario del Tesoro británico lo usó como agente para colocar los subsidios a las potencias extranjeras en plenas guerras revolucionarias y napoleónicas. A su vez, tomaba los dineros de los príncipes extranjeros y los colocaba en bonos ingleses, los famosos Consols. Durante la expedición de Wellington en la Península Ibérica, Rothschild fue el principal financista de sus campañas, obteniendo luego de la misma, importantes monopolios en España y Portugal. El viejo Rothschild quería que Parish lo ayudara a cobrar los pagos debidos por el Rey de Prusia que haría a través de uno de los miembros de la dinastía bancaria. Así se hizo, y Nathan, que poco después sería creado barón del Imperio Austríaco, quedaría para siempre agradecido con Parish.

A su regreso desposa a Amelia, la única hija de Leonard B. Morse, un abogado y principal subcomisario general de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, de una familia que decía descender de los Plantagenet, la dinastía de los reyes normandos de Inglaterra.

Tras haber mantenido durante una década una política ambivalente frente a los gobiernos americanos insurgentes, apoyando según los momentos a la metrópoli o a aquéllos, o incluso a ambos al mismo tiempo, hacia 1820, se hizo evidente que el gobierno británico debería reconocer oficialmente las independencias americanas. Fue así que Canning, en 1822, resolvió enviar representantes a Buenos Aires, México y Bogotá con el fin de buscar tratados comerciales ventajosos a cambio de los reconocimientos. Estaba claro que el gobierno en Madrid no podía darse el lujo de romper relaciones con Gran Bretaña y, por otro lado, se trataba de ganar una carrera que el gobierno de los Estados Unidos había comenzado en México y América Central, y que los franceses amenazaban con emprender también.

En 1824, Woodbine Parish fue designado encargado de negocios, con rol de cónsul general, en Buenos Aires. El nombramiento fue hecho por Joseph Planta, en nombre de Canning. En parte, Parish fue elegido por ser primo de los hermanos John y William Parish Robertson, comerciantes que se establecieron en el sur de América durante las guerras revolucionarias, presenciando “por raras casualidades las cosas más importantes de la revolución americana” (como reconoce José María Rosa) y haciendo —de paso— una impresionante fortuna.

“Casualmente”, José de San Martín se topa con John P. Robertson poco antes del combate de San Lorenzo. Otra vez, otro Robertson, William, estará con Artigas en el campamento de la Purificación. En 1815 el director supremo Alvear encargará misiones a los hermanos. En el ’20 establecerán excelentes relaciones con los jefes federales sin menoscabar las ya existentes con los directoriales. En 1822, “casualmente”, otra vez, uno de los Robertson estará presente en las negociaciones de Guayaquil entre San Martín y Bolívar.

Revelando documentos del Foreign Office, José María Rosa asegura su pertenencia al servicio de informaciones británico y describe su red. “Su guía y enlace era su pariente [abuelo materno] John Parish, radicado en la ciudad de Bath, a quien escribían cariñosas e informativas cartas que el Parish de Bath se apresuraba a mandar a otro pariente, Joseph Planta [sobrino político de John Parish], subsecretario del Foreign con Castlereagh y jefe del negociado para Hispanoamérica con Canning. Las familiares misivas donde los Robertson contaban todas las cosas de nuestra tierra: los propósitos militares de San Martín, el apego de Rivadavia a los intereses británicos, la desconfianza de Artigas o Francia [el dictador paraguayo Gaspar Rodríguez de Francia] hacia los extranjeros, el estado de la economía y la situación militar, están correctamente catalogados en el archivo del Foreign. [Public Record Office, Foreign Office. 6/1]”

Tan pronto como se enteró de la designación de una especie de cónsul en la capital del Plata por parte del premier Canning, el ministro Bernardino Rivadavia decidió retribuir el gesto enviando a John Hullett a Londres como su representante. Hullet era socio de la firma Hullet Brothers & Company, establecida en Buenos Aires, y de la que Rivadavia sería socio en un emprendimiento minero. La designación molestó a Canning, quien, por intermedio de Parish, intentó convencerlo de designar a José de San Martín. Pero, como explicó Rivadavia, esto no era conveniente por los deseos del “Libertador” de instalar un monarca europeo en América del Sur.

Antes de llegar a Buenos Aires, el buque “Cambridge” que lo transportaba hizo escala en Río de Janeiro. Allí, los pasajeros fueron recibidos por Lord Cochrane, quien en ese momento fungía como Primer Almirante de la Armada Nacional e Imperial del Brasil, luego de haber cooperado en el plan de San Martín en la invasión de Chile y Perú. Sobre Cochrane, que desde sus días de corsario al servicio de “la Libertad” de América terminaría sus días como almirante de la Real Armada Británica, hablaremos en otra ocasión. Pero quede aquí esta no casual entrevista. Lord Cochrane pondrá al tanto de los sucesos de América a nuestro biografiado y el peligro de incursiones francesas y españolas en la zona; finalmente, se ofrece a tomar para el gobierno de Londres cada una de las plazas fuertes entre el Cabo de Hornos y California si le daban la autorización para hacerlo.

Por ese tiempo llegó a Buenos Aires un proyecto de Madrid para un tratado comercial. El mismo, bajo la supervisión de Parish, fue rechazado por Rivadavia pues consideraba que violaba los principios de libertad e igualdad de comercio. “Casualmente”, luego se firmaría con el gobierno británico uno que violaba estos “principios” de manera mucho más burda.

En sus informes a Canning, Parish lo urge al reconocimiento del Estado rioplatense. Sus relatos estaban algo “condimentados”, pintando prosperidades, seguridades, modernidades y calmas que no existían realmente. Pero Canning, más pragmático, no se preocupaba y buscaba convencer al Rey de cualquier modo. Sin embargo, una parte del gabinete y la corte, liderada por Wellington, se oponía al proyecto.

Woodbine Parish lamenta el retiro de Rivadavia, “tan apegado a lo que es inglés”, pero se alegra de que, en su lugar, quede Manuel José García, “perfecto caballero británico” (sic). En Londres, Canning había tenido un éxito frente al Rey cuando le presentó a los ministros plenipotenciarios de la nueva Colombia.

Haciendo uso de su cargo, finalmente, Parish firmó con García el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con la Argentina el 2 de febrero de 1825, que incluía el reconocimiento oficial de la independencia argentina por parte del gobierno británico y otros puntos de los que ya hemos hecho alguna referencia. El 8 de diciembre Canning logra la aprobación del Parlamento. A cambio de un reconocimiento meramente nominal, sin implicancias de ningún tipo más allá de una esperable protesta diplomática de Madrid, Gran Bretaña se aseguraba el monopolio comercial en los puertos y ríos del Plata. Por otro lado, el gobierno de Su Majestad se aseguraba que las Provincias rioplatenses no pudiesen ponerse bajo protección de ninguna otra potencia.

Mientras tanto, Parish asesora a los diputados del Congreso en Buenos Aires, “se necesita la más grande paciencia, temperamento y perseverancia para llevarlos al camino recto y mantenerlos allí”. Los diputados no podían entender una alianza donde Gran Bretaña no ayudaría de ninguna manera a la América del Sur en sus luchas independentistas.

Según Temperley, biógrafo de Canning, a poco de comenzar Parish sus gestiones, el comercio de Gran Bretaña con Buenos Aires superó los seis millones de libras, representando más de un octavo del total de todas las exportaciones británicas, incluyendo las colonias. Eso era mucho más que el comercio bilateral de Londres con los Estados Unidos para la misma época.

El General Miller le escribe a Parish sobre la batalla de Ayacucho, contándole todos los detalles, para que éste remita el informe al Foreign Office. Otro día hablaremos de Miller, ¿patriota o agente británico?

A lo largo del ’25, el cónsul intenta persuadir a García sobre la inutilidad de una guerra con Brasil. No sólo porque un bloqueo del puerto de Buenos Aires, perjudicaría el comercio británico, sino porque la Armada brasileña empleaba oficiales británicos, atrayendo la simpatía de Londres por la causa del imperio.

Al estallar las hostilidades, el gobierno de Buenos Aires da el mando de su pequeña flota al almirante William Brown, un súbdito británico que ya había combatido bajo la bandera bonaerense y se encontraba en ese momento retirado. Muchos británicos, estadounidenses y voluntarios de otros países se unieron a la flota como marinos. En otro momento, nos referiremos también a Brown.

Fue una movida interesante por parte del gobierno porteño, como manifestó en su correspondencia Parish, en los combates navales entre Brasil y las Provincias Unidas, sólo había bajas británicas. Por lo que se urgía al gobierno de Londres a intervenir favoreciendo la paz.

Tan bien metido estaba en la política local que se entera, antes que nadie, en diciembre del ’25, que en febrero del año siguiente asumirá al frente del gobierno el ex ministro Rivadavia.

Junto a Joseph Barclay Pentland, Parish recorrió gran parte de los Andes bolivianos entre 1826 y 1827. Pero sus exploraciones geológicas tenían otras intenciones. La Argentina y Brasil se encontraban en guerra y los británicos se las ingeniaron para continuar la exportación de oro por vía diplomática.

Desde septiembre del ’26 se pone a las órdenes de Lord Ponsonby, ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica en el Río de la Plata. Ponsonby era nieto del famoso presidente de la Cámara de los Comunes de Irlanda que tanto intrigara contra Lord Townshend, protector del abuelo de Parish. Planta escribió a su primo que Canning le aseguraba que este nombramiento no debía tomarlo como algo personal, sino que lo hacía con el único fin de llenar las expectativas de esnobismo de estos gobiernos sudamericanos por tener a alguien de rango noble. Por su parte, Ponsonby se dedicó casi exclusivamente a mediar entre los gobiernos de Buenos Aires y Río de Janeiro para poner fin a la guerra con los rioplatenses y lograr una solución para la cuestión sucesoria de Portugal.

Las relaciones entre Lord Ponsonby y Dom Pedro no fueron fáciles. Éste acusaba a los británicos de querer anexarse la Banda Oriental como colonia y amenazaba con levantar un gran empréstito en Europa para continuar la guerra en el Río de la Plata e intervenir en la Península Ibérica. Por su parte, el primero hablaba de una escalada de la guerra con la posible intervención de una fuerza conjunta sudamericana a las órdenes del “Libertador” Bolívar, “amigo de Gran Bretaña”.

En su correspondencia a Canning y Planta, lamentó la imprudencia de Rivadavia en su lucha contra los federales y augura una larga guerra civil. Lamenta también que sólo García entiende que, según el gobierno de Su Majestad, la independencia de la Banda Oriental es la única solución al conflicto.

Cuando fracasa la misión de García en Río y se conocen los términos de la propuesta británica, la opinión pública porteña estalla. A la insumisión de casi todas las provincias del Interior se suma la anarquía en Buenos Aires. Lord Ponsonby pide que se lo reemplace por un ministro de inferior rango dado que se trata de un continente de “semi-salvajes”. Más medido y curtido, Parish informa a Planta la verdadera situación y culpa a la guerra con Brasil de haber hecho encallar el gobierno “más avanzado… de América del Sur”, en referencia a la renuncia forzada de Rivadavia. Por las dudas, el almirante Sir Robert Otway, comandante en jefe de la Estación Británica en América del Sur, despachó sus buques para vigilar la costa de Buenos Aires durante las elecciones.

Como a su jefe, le produce a Parish rechazo el gobierno plebeyo de Manuel Dorrego y prevén los peligros desatados por la revolución unitaria de Lavalle. Pero ya entonces ven con buenos ojos a Juan Manuel de Rosas, comandante de la campaña bonaerense, que tiene el poder de ganarse a los gauchos e inducirlos “a volver a sus casas”.

Cuando se produce la cuestión de la formación de un batallón de voluntarios extranjeros para la preservación del orden, Parish ordena al almirante Sir Thomas Thompson, del H. M. S. Cadmus, que patrullaba el Río de la Plata, que llame la atención al almirante Brown, al mismo tiempo que él presenta una queja formal.

“Casualmente”, Parish está presente en las conversaciones entre Lavalle y Rosas en Cañuelas. El advenimiento de Rosas al poder lo confunde. Por un lado, se alegra de que el “Restaurador” mantenga al “gentleman” Manuel José García en el gobierno. Por el otro, el carácter arrogante del nuevo gobernador y su populismo, le hacen pedir a Lord Aberdeen (el nuevo ministro del Exterior) su traslado.

Ponsonby, finalmente, obtiene su traslado y pasa a Río de Janeiro, a la corte del Emperador, ahora en excelentes relaciones con Gran Bretaña. En su reemplazo es nombrado Henry S. Fox, sobrino de Lord Holland, pero que se demora en llegar a Buenos Aires, dejando a Parish como amo y señor de la política británica en el Río de la Plata.

En 1830, y con la aprobación de Juan Manuel de Rosas, Parish coloca la piedra fundamental de la iglesia anglicana de San Juan, que aún existe en Buenos Aires.

Una de las primeras negociaciones de Parish fue con el dictador paraguayo Francia, que mantenía una difícil situación con los Robertson, y que mantenía detenido al naturalista Aimé Bompland, amigo de Alexander Humboldt. Recién en 1831 logra su liberación. Y, poco después, son liberados otros exploradores suizos y franceses que habían sido detenidos por Francia durante más de cinco años.

En 1832, aprovechando la destrucción de la colonia argentina en las Islas Malvinas, por parte de corsarios estadounidenses el año anterior, presenta una protesta de derechos al gobierno de Buenos Aires, al mismo tiempo que el H. M. S. “Clio” hace acto de soberanía “simbólico” en Port Egmont. Al año siguiente, y ante la falta de acciones por parte argentina, el gobierno británico establece una colonia permanente y nombra un gobernador.

Finalmente, en 1833, Parish es reemplazado, aunque continuará como asesor de asuntos rioplatenses por el resto de su vida. Rosas lo nombra ciudadano argentino y coronel de caballería honorario. Además le concede el curioso privilegio de usar el escudo nacional argentino como blasón hereditario. El “Restaurador” le organizó toda una fiesta de despedida.

A su regreso a Londres, Parish es recibido por Lord Palmerston en persona. Además de aprobar su conducta durante el período en que ejerció sus funciones en el Río de la Plata, le obtiene una pensión de 1000 libras anuales.

A fin de año, parte hacia Francia para investigar el asunto del peaje que se cobraba a los buques británicos.

Posteriormente, en 1835, gestiona una condecoración que le permitirá anteponer el pomposo “Sir” a su nombre. Sus ocupaciones en el Foreign Office, leyendo despachos y periódicos sudamericanos, le dejaban bastante tiempo.

Durante su estadía en América del Sur, Parish había combinado su trabajo diplomático con su hobby por la geología y la paleontología, además de los negocios. A su regreso en su país, se dedicó entonces a pasar en limpio sus descubrimientos y observaciones. En 1839 publicó en Londres Buenos Ayres and the Provinces of the Rio de la Plata, sobre sus descubrimientos geológicos y de fósiles.

En el Natural History Museum de Londres, Sir Woodbine presentó los huesos de un megaterio. Y le siguieron agregaciones como miembro pleno de la Royal Society, de la Geological Society y de la Royal Geographical Society. De esta última fue, posteriormente, vicepresidente. Además fue corresponsal de Charles Darwin.

En 1838 se le ofreció la negociación con el gobierno de Rosas durante el bloqueo del Río de la Plata, pero se negó acusando a sus sucesores de destruir la influencia británica en América del Sur, lo que con tanto trabajo le tomó años hacer.

Sirvió como Jefe Comisionado en Nápoles entre 1840 y 1845. El objetivo era forzar al gobierno de Fernando II de las Dos Sicilias a firmar un nuevo tratado comercial sobre la producción y comercialización de sulfuro y otros minerales. Apenas llegar a Nápoles, Sir Woodbine y su familia fueron invitados al gran baile de carnaval organizado por Salomone Rothschild, a quien había conocido en Aquisgrán en cumplimiento de un encargo de su hermano Nathan, y al que asistirían los Reyes.

Una vez obtenido el tratado, Lord Palmerston lo instruyó para implementarlo y monitorear su vigencia. En ese tiempo, los Parish vivían de fiesta en fiesta de la Corte napolitana.

Terminada su misión, regresaron lentamente atravesando toda Italia. Hasta Florencia, para asistir al funeral de uno de sus hijos, Leonard. Allí, se alojaron en casa de Lord Holland, ministro plenipotenciario británico.

A su regreso a Londres en 1847, la casa Baring Brothers le ofreció cuantiosos honorarios para gestionar con “su amigo” Rosas el pago del empréstito concedido a la Argentina en tiempos de Rivadavia. Pero Sir Woodbine se negó por razones que no nos quedan claras. Tal vez porque conocía el carácter difícil de Rosas. Tal vez para no manchar su nuevo status social con cuestiones tan crematísticas.

Tras la caída de Rosas, éste se embarcó en el H. M. S. “Conflict”, donde John Parish, uno de los hijos de Sir Woodbine, era el primer teniente. El buque lo llevó sano y salvo a Irlanda, desde donde cruzaría luego a Inglaterra. A poco, cenó con el antiguo gobernador todopoderoso de Buenos Aires y continuaron su amistad.

Años después, se le ofreció el consulado de Berna. Y en 1857, Lord Clarendon pretendió persuadirlo de intervenir en los asuntos británicos en América Central.

En 1865 consiguió para su tercer hijo, Frank, el nombramiento al frente del consulado británico en Buenos Aires. Sería, luego, uno de los fundadores (y presidente durante un tiempo) de la Buenos Ayres Great Southern Railway Company (Ferro-Carril Sur), con sede social en Londres. Tras la muerte de Frank en 1906, su nieto Woodbine fue electo presidente del mismo ferrocarril y miembro del directorio de otras empresas británicas en la Argentina y Uruguay.

El 16 de agosto de 1882, Sir Woodbine Parish, KCH, fallecía en su propiedad rural de Quarry House, en St. Leonard’s-on-Sea, en Sussex, lleno de honores y riquezas. Pero, más importante aún, durante sus nueve años en el Río de la Plata, había establecido y afianzado la dependencia económica, política y cultural de la Argentina respecto al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, que llevará a decir a uno de sus diplomáticos que “Argentina hace tiempo que es prácticamente una colonia británica” (Sir William Barton en The Spectator, 1931).

lunes, 31 de octubre de 2011

Diego Paroissien: ¿Patriota o agente británico?



Su nombre real era James Paroissien. Nació en 1783 en Barking, condado de Essex, Inglaterra. Descendía de una familia de refugiados franceses calvinistas, “hugonotes”.

Entrenado como médico, aunque no se graduó, se especializó en la cirugía y en el estudio de la química. Al recibir noticias de la invasión británica de Buenos Aires de 1806, decidió embarcarse con este destino para probar mejor suerte. Dado que aquélla había sido reconquistada por Liniers, desembarcó directamente en Montevideo, ocupada por Whitelocke, donde pasó el año ocupado en actividades comerciales y asistiendo a los invasores británicos.

En enero de 1808 partió con destino a Río de Janeiro, centro de la actividad británica en América del Sur en aquel tiempo. Allí, vinculado al porteño traidor Saturnino Rodríguez Peña (el que había liberado a Beresford de su prisión porteña), se vio involucrado en el proyecto del Foreign Office para independizar el Virreinato del Río de la Plata, coronando a la infanta Carlota Joaquina.

Regresa al Río de la Plata, llevando correspondencia cifrada para coordinar el proyecto “carlotista”, pero es detenido y acusado de alta traición en Montevideo. Su condición de ciudadano británico en plenas guerras napoleónicas, condición que no tardó en recordar a las autoridades, le salvó la vida. Durante los próximos 18 meses, estuvo prisionero en Montevideo y, luego, en Buenos Aires. Finalmente, Juan José Castelli —futuro “prócer” de la Revolución de Mayo— se encargó de su defensa.

Y fue, justamente, la Revolución de Mayo de 1810 la que le salvó. Puesto que, poco después del 25 de mayo, recuperó la libertad.

Paroissien acompañó a Castelli y a Nicolás Rodríguez Peña (hermano de Saturnino y también conspirador a favor de los invasores británicos en 1806 y 1807) en la expedición “libertadora” (punitiva, en realidad) al Alto Perú. Iba en su doble carácter de médico y agente británico. Estuvo presente en la batalla de Huaqui, donde se desempeñó, no sólo como cirujano y director de servicios hospitalarios, sino también como ayudante de uno de los comandantes de división.

Luego asistió a Pueyrredón en la “evacuación” de Potosí; evacuación que, en realidad, consistió en el saqueo del tesoro real. Pueyrredón “pagó” los servicios de Paroissien, recomendando al llamado Primer Triunvirato, el otorgamiento de la ciudadanía para el agente inglés, convirtiéndose así en el primer argentino naturalizado de la historia; acto luego confirmado entusiastamente por la masónica Asamblea del Año XIII.

Permaneció, cumpliendo su triple tarea de médico, comerciante y agente del Foreign Office, en el Ejército del Norte. Cuando se estableció en Córdoba la fábrica de pólvora, Paroissien, gracias a sus conocimientos de química y sus contactos, fue designado su director. Tres años estuvo al frente de las fabricaciones militares, entre 1812 y 1815, y se implicó en el plan de San Martín, especialmente durante la convalecencia de este último en la ciudad mediterránea durante el año ’14, convalecencia que, si creemos a José María Paz, fue “un mero pretexto”.

Una oportuna explosión en abril del ’15, cerró la fábrica y,  mientras el gobierno local estudiaba los hechos, Parissien se escapó a Buenos Aires. En septiembre del año siguiente, en Mendoza, se suma a San Martín. Allí, “el Libertador” lo designó cirujano jefe y responsable de los servicios médicos del Ejército de los Andes.

Estuvo presente en la batalla de Chacabuco, como edecán y consejero del Gral. Soler. Durante su estadía en Chile, tuvo un ruidoso conflicto con Michel Brayer, ex general napoleónico al servicio de la causa “patriota”.

Atendió personalmente a O’Higgins de sus heridas, tras la derrota de Cancha Rayada. Y fue quien envió a éste la noticia de la victoria de San Martín en Maipú.

Por sus “servicios”, San Martín le otorgó un extensísimo terreno en Mendoza, además de una medalla de oro y la promoción al grado de coronel. Junto a éste, se embarcó rumbo al Perú en agosto del ’20.

Fue uno de los que participó en la entrevista de San Martín con el general realista José de la Serna, donde se discutió la posibilidad de establecer una monarquía peruana independiente y liberal.

A fines del ’21 fue enviado, junto a Juan García del Río, en una misión secreta a Europa con el fin de lograr el reconocimiento de las independencias de América del Sur por parte de Gran Bretaña y sus aliados, y, sobre todo, encontrar un príncipe que quisiese “la corona” ideada por San Martín.

La renuncia (forzada) del “Libertador” argentino los encontró recién dando inicio a su misión. Y, a pesar de carecer de autorización del nuevo gobierno, siguieron por un tiempo en actividad diplomática. En casa de su sobrino en Londres alojó a San Martín recién exiliado.

Regresó al Perú y, a las órdenes de Bolívar, acompañó al Gral. Sucre en su invasión del Alto Perú. Pero ni corto ni perezoso, Paroissien se involucró en diversos proyectos de minería propiciados por empresas británicas. La británica Asociación de Minería de Potosí, La Paz y Perú lo designó director de sus minas potosinas en abril de 1825.

Cuando regresó a América del Sur, la novel República de Bolivia le confirma el cargo. Pero diversas vicisitudes, llevan la compañía a la quiebra en el ’26. Y, al año siguiente, con su salud quebrantada, viajando en mar, cerca de Valparaíso con destino a Inglaterra, lo encuentra la muerte.

El boletín de la Essex Record Office de junio de 2010 notificó la catalogación de documentos pertenecientes a James Paroissien que habían estado en poder de su familia. El título del registro dice: “Surgeon, soldier, statesman, spy: The life of James Paroissien (1784-1827)” [Cirujano, soldado, estadista, espía (sic): La vida de James Paroissien (1784-1827)].

martes, 25 de octubre de 2011

San Martín & Bolívar: ¿Vendepatrias?

El 2 de febrero de 1825 la protección que Su Majestad Británica dio a los movimientos independentistas comienza a dar sus frutos. Ese día, tan sólo cuatro días después de ser designado, el representante de las Provincias Unidas del Río de la Plata firma con el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda el llamado Tratado de Amistad, Comercio y Navegación. Dicho tratado, en su artículo 2º, contempla que los súbditos británicos podrán arribar con sus buques y cargas para ejercer el comercio a cualquier puerto, paraje o río argentino, con exclusión de cualquier otra bandera. Al mismo tiempo, en su art. 7º se establece que, para verse amparados en este tratado, los buques argentinos deben ser propiedad y haber sido construidos en las Provincias Unidas. Pero dado que, la Argentina no contaba con astilleros ni industria naval alguna, en la práctica significaba que no podían alquilarse ni comprarse buques franceses o estadounidenses.

Un mes después, el mismo tratado es firmado por los representates del Perú. En abril hace lo propio Colombia. Y en noviembre, México.

En el caso peruano, el tratado venía a confirmar la famosa Autorización de "el Libertador" José de San Martín a los comerciantes británicos para vender sus mercaderías importadas en el Perú, copiado (según ha demostrado Julio C. González) del Edicto del invasor Beresford en Buenos Aires en 1806. También el Empréstito usurario contraído por San Martín con Gran Bretaña durante su protectorado por la suma de dos millones de libras esterlinas, será el modelo de los otros empréstitos escandalosos que han sumido a Hispanoamérica en la esclavitud de la Deuda Externa.

Por su parte, "el Libertador" Simón Bolívar propicia un Congreso Anfictiónico que habrá de reunirse en Panamá. El 1 de junio de 1826 un tal Edward Dawkins presenta sus credenciales como representante de Gran Bretaña ante dicho Congreso. El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda es incorporado poco después al Congreso como si se tratase de un Estado americano. Al mismo tiempo, se impide participar a los representantes de los Estados Unidos de América del Norte. Los británicos ofrecen protección militar ante cualquier reivindicación por parte de España, a cambio de beneficios comerciales monopolísticos en el continente americano.

Finalmente, el Congreso de Panamá fracasará por el accionar de los representantes del Perú (San Martín ya no era Protector) para quienes "Inglaterra al frente de Asia y de América sería más temible que Roma en los días de su mayor prosperidad".

Pero Bolívar no pierde las esperanzas. En una carta enviada desde el campamento de Buijó al Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Colombia de julio de 1829, "el Libertador" recomienda que "la América se ponga bajo la custodia o salvaguardia, mediación o influencia de uno o más Estados poderosos", indicando específicamente a Inglaterra. Similar objetivo que el de la misión enviada por San Martín, poco antes de ser depuesto como Protector del Perú ocho años antes, que tenía como objetivo persuadir a un noble europeo para que aceptara la corona, siempre que se contara con la aprobación británica de dicho pretendiente.

En fin, cosas de nuestra historia que no nos cuentan.


miércoles, 19 de octubre de 2011

La Logia Lautaro y la francmasoneria



Uno de los mitos cultivados por el revisionismo, especialmente en su faz nacionalista-católica, es negar la pertenencia masónica de la famosa Logia Lautaro.

La Logia Lautaro fue una sociedad secreta que integró a los “patriotas” criollos y españoles que vinieron a Buenos Aires en 1812 a bordo del buque de Su Majestad Británica “George Canning”, con el fin de tomar el control de las hordas revolucionarias americanas emergidas en 1810 y encaminarlas hacia la independencia definitiva de España.

La Gazeta de Buenos Ayres anuncia la llegada de militares españoles
provenientes de Londres en la fragata britanica "Jorge Canning" (sic)

En su mejor momento, la Logia estuvo integrada por José de San Martín, Carlos María de Alvear, José Matías Zapiola, Ramón Eduardo de Anchoris, Bernardo de Monteagudo, Juan Martín de Pueyrredón, Antonio Álvarez Jonte, Nicolás Rodríguez Peña, Julián Álvarez y José Antonio Álvarez Condarco, entre otros notables “patriotas”.

Como hemos hecho en notas anteriores en este cuaderno de bitácora, procederemos a demoler el “mito” cultivado por el nacionalismo católico con citas de primera mano.

Consta en las Memorias de Tomás de Iriarte que Manuel Belgrano rechazó la posibilidad de ingresar en la organización Logia Lautaro, “aduciendo, precisamente, la condenación eclesiástica que pesaba sobre la secta”.

Vicente Fidel López afirma que la Lautaro no fue una vaguedad revolucionaria ni un título de ocasión sacado de la Araucana de Ercillia sino una palabra intencionadamente masónica y simbólica cuyo significado específico no era “guerra a España” sino “expedición a Chile”, “secreto que sólo se revelaba a los iniciados al tiempo de jurar el compromiso”.

“No creo conveniente que hable usted lo más mínimo de la Logia de Buenos Aires. Estos son asuntos enteramente privados y aunque han tenido y tienen gran influencia en los acontecimientos de la revolución de aquella parte e América, no podrán manifestarse sin faltar por mi parte a los más sagrados compromisos.” Carta de San Martín al general británico y “patriota” Guillermo [William] Miller del 19 de abril de 1827.

“Siguiendo fielmente las ideas de mi verdadero señor padre político [José de San Martín] que no quiso en vida que se hablase de sus vinculaciones con la masonería y demás sociedades secretas, considero debo abstenerme hacer uso de los documentos que poseo al respecto.” Carta de Mariano Balcarce, desde París, al Gral. Bartolomé Mitre del 30 de noviembre de 1860 y que explica por qué Mitre no quiso hablar del tema en su obra biográfica sobre San Martín.

jueves, 6 de octubre de 2011

¿Saavedra tradicionalista?

El comerciante altoperuano Cornelio Saavedra se convirtió, tras las Invasiones Inglesas, en el comandante de los Patricios, el cuerpo militar compuesto exclusivamente por criollos. Pero, desde ese momento, se convirtió también en actor político de renombre, como conspirador nato que era. Sin él, la Revolución de Mayo de 1810 no hubiese tenido éxito, del mismo modo que fue él quien frustró la de 1809 para deponer a Liniers.

Hábil calculador, en esta ocasión estaba convencido de que las brevas ya estaban maduras (según expresión que solía usar con sus complotados), y se puso al frente de la Revolución.

Como comerciante de buena posición que tenía mucho que ganar con el cambio de autoridades (rompiendo así con el monopolio que beneficiaba fundamentalmente a los comerciantes peninsulares -y a las pequeñas industrias locales), pero que podía también perder bastante si estallaba la anarquía jacobina (que pudiese hacer peligrar los buenos negocios con las importaciones inglesas), lo suyo fue el conservadurismo. El saavedrismo representó así la versión porteña del girondismo revolucionario francés.

Pero hete aquí que para la historiografía revisionista nacionalista, Saavedra se ha convertido en uno de los próceres máximos de la patria (esa "patria" pequeña conseguida con la independencia revolucionaria a costas de la gran "patria", las Españas, donde nunca se ponía el sol). Es más, algún autor contemporáneo oriundo de Cuyo, llega a decir que Saavedra era tradicionalista. Así, como lo lee.

Como puede confirmarse con algunos de los textos que aquí en esta bitácora se enlazan en el margen derecho bajo el título "Leyenda rosa nacionalista", los autores nacionalistas o revisionistas suelen despreciar la Memoria Autógrafa de Saavedra. Texto que ya de por sí da con tierra con unos cuantos mitos historiográficos del nacionalismo. Pero, dicen ellos, la Memoria es un texto de un Saavedra ya anciano, donde los recuerdos no son claros (¡sólo habían pasado 19 años!) y donde existe la intencionalidad de no privar a sus hijos de los "beneficios" de la Revolución (pensiones y privilegios... ¡ay de las revoluciones igualitarias!).

Pues bien, vamos, entonces, a traer un texto de Saavedra bien contemporáneo a los hechos: el voto particular de este traficante devenido jefe militar en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810. Anotó allí de su puño y letra:
Y que no quede duda de que el Pueblo es el que confiere la autoridad, o mando.
¡Qué tradicionalista! Un tradicionalista defensor de la teoría de Juan Jacobo Rousseau de la soberanía del pueblo.

(Por no hablar de los que pretenden falsear la historia convirtiendo a esta proclama revolucionaria en un silogismo suareciano... demostrando no haber leído jamás a Francisco Suárez.)

Cornelio Saavedra, el Bonaparte del Río de la Plata,
sólo que sin la genialidad militar del Gran Corso,
ni la posibilidad de implementar su plan para coronarse Rey.


viernes, 30 de septiembre de 2011

La Reacción Realista en el Sur del Perú (1814-1825)

artículo publicado en Ahora Información nº 104 (Madrid, 2010).

Dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos:
La Reacción Realista en el Sur del Perú (1814-1825)


Por César Félix Sánchez Martínez [1]


La inminencia de las celebraciones por el bicentenario de las independencias de los países hispanoamericanos es una ocasión más que adecuada para reflexionar sobre una realidad histórica sistemáticamente ocultada y no por eso menos importante, puesto que concierne a uno de los dos actores más importantes del proceso: el movimiento realista hispanoamericano.

En el siguiente artículo intentaremos un acercamiento al extenso fenómeno del realismo en el sur del Perú, fundamental para entender la dinámica de este movimiento en todo el virreinato. Nuestra aproximación consistirá en pasar revista brevemente a una serie de acontecimientos y figuras representativas del fidelismo surperuano, intentando comprender las razones que llevaron a defender una causa vista ahora por muchos como incomprensible.

Como bien apunta José María Iraburu, fue uno de los primeros designios de las nacientes oligarquías falsificar la historia reciente de sus naciones para poder justificar el status quo posterior a ese cataclismo tumultuoso y a veces incomprensible para los que lo atestiguaron que significó la Guerra de Separación [2].

Ni los elaborados e imaginativos intentos por construir una especie de liturgia laica de himnos, próceres deificados  y demás elementos patrióticos, algunos de claro sabor masónico y jacobino, han podido remediar en la conciencia hispanoamericana (ya sea la de los liderazgos políticos e intelectuales o la de las masas populares, expresada en una variada y multiforme cultura tradicional especialmente en los sectores rurales [3]) esa perplejidad expresada tanto en la memoria de un bien perdido como en un sentimiento de desarraigo profundo, originado durante el proceso de destrucción y dispersión de la Monarquía Católica (1808-1833). Este fenómeno es mucho más acusado en aquellas regiones  donde los eclipsados, los “otros patriotas” para utilizar la expresión usada por el historiador Manuel Gutiérrez, eran muchedumbre, como es el caso del Virreinato del Perú [4], en especial del sur andino, esa prolongación histórica del antiguo núcleo Wari-Inka, que según Pablo Macera había podido sostener el auge de Potosí y la unidad y hegemonía del gran Perú austriaco del siglo XVII [5].

Aun en los momentos crepusculares del Virreinato, cuando el poder fidelista sólo se circunscribía a las sierras sureñas –pero en que paradójicamente los desequilibrios de las Reformas Borbónicas habían sido remediados, al convertirse Cusco en capital del Reino y reincorporarse a éste el Alto Perú– ocurrieron algunos hechos bastante significativos, como aquel pedido de la nobleza indígena a la corte virreinal, fechado el 8 de junio de 1824, en que se solicitaba que:

[…] en los días de víspera y dia del glorioso apostol Señor Santiago se celebre […] las funciones del Real Estandarte en memoria del triunfo de nuestros invencibles armas catolicas: en cuya festividad es visto salir […] uno de los indios nobles de las ocho parroquias de esta capital, de Alférez Real, nombrado por los 24 electores del Cabildo de Ellos, por ser dichas funciones, las mas vivas demostraciones de nuestra fidelidad, gratitud y jubilo que se hacen a ejemplo de Nuestros Antepasados. [6]

Para el historiador norteamericano David T. Garnett esto demostraría que “los descendientes de la realeza incaica cuyo vasto imperio había sido tomado por los españoles no le juraban simplemente su lealtad a Fernando VII a medida que el virreinato colapsaba, sino que insistían en su derecho a hacerlo. Junto con ellos, la nobleza india de la sierra en general repudió la independencia impulsada por los criollos, del mismo modo que en el decenio de 1780, sus padres y abuelos habían acudido en defensa del rey, contra los masivos levantamientos indígenas de Túpac Amaru y los Catari [7]”.

Considerando la importante posición representativa y de coordinación que ocupaban los hidalgos indios en el ordenamiento del Reino peruano y la influencia que todavía gozaban en las comunidades - a pesar del menoscabo borbónico y los intentos de desarticulación por parte de funcionarios peninsulares después del alzamiento tupacamarista -, puede considerarse entonces como fidelista en gran medida y hasta el final, a la mayoría de los sectores indígenas del Sur Andino, que acudieron en masa a defender las banderas del Ejército del Perú al llamado de sus señores naturales.

Seis meses después, este ejército multiétnico defensor de la tradición y de la integridad territorial peruanas  era finalmente derrotado.

A este punto cabe recordar  la “perplejidad quieta y triste” que le produjo a José de la Riva-Agüero (1912) la contemplación del campo de Ayacucho: “En este rincón famoso, un ejército realista, compuesto en su totalidad de soldados naturales del Alto y Bajo Perú, indios, mestizos y criollos blancos, y cuyos jefes y oficiales peninsulares no llegaban ni a la decimoctava parte del efectivo, luchó con un ejército independiente, del que los colombianos constituían las tres cuartas partas, los peruanos menos de una cuarta, y los chilenos y porteños una escasa fracción” [8].

En una paradoja muy comprensible,  las actuales  Fuerzas Armadas Peruanas celebran como su día jubilar el 9 de diciembre.

Pero es menester preguntarnos: ¿cuáles  era las formas de pensar  y  las estructuras del sentir de estos sectores realistas?  ¿Puede intentarse una reconstrucción de la memoria del fidelismo surperuano?

Esta tarea todavía no ha sido realizada. El secular abandono de las fuentes de aquellos tiempos y la consecuente dispersión y desaparición de documentos valiosos la dificultan enormemente. Sin embargo, existe un valioso librito, editado en Lima en 1815, que constituye una suerte de manifiesto del realismo surperuano. Se trata del “Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815 [9], por el doctor Mateo Joaquín de Cosío, sacerdote y abogado arequipeño. Fue editado en Lima en ese mismo año por el padre de su autor, el brigadier Mateo de Cosío. Ambos personajes fueron testigos presenciales de la toma de Arequipa por parte de los insurgentes capitaneados por  Mateo García de Pumacahua, el 10 de noviembre de 1814. El intendente Moscoso, criollo arequipeño,  veterano de las guerras contra la Francia Jacobina y destacado defensor de Zaragoza, junto con el cuzqueño mariscal de campo Francisco de Picoaga, fueron capturados por los rebeldes y luego ejecutados por negarse a respaldar su causa.

El Elogio fúnebre de Cosío  no se ocupa solamente de realizar una sincera alabanza de las virtudes del difunto gobernador, sino que se constituye en uno de los únicos textos doctrinarios realistas en el Perú de aquel tiempo. El padre Cosío comienza sosteniendo que “la religión católica es el apoyo de las monarquías, y sin ella, los tronos están expuestos á ser el ultrage de los pueblos enfurecidos. Solamente esta ley santa enseña al hombre sus verdaderos derechos.” Argumentando en favor de la religión y de la sociedad orgánica, nuestro autor desmenuza en una sabrosa nota a pie de página la “abominable obrita” del ilustrado francés Gabriel Bonnot de Mably (1709- 1785), cuyo utopismo e igualitarismo cándido censura como “necedades”, para acabar lamentándose de la ignorancia religiosa y humanística de los criollos, que los lleva a recibir acríticamente toda clase de novedades infundadas [10]. Luego, valiéndose de una idea de los mismos filósofos –en este caso Pierre Bayle (1647-1706)-, realiza una sugerente invalidación del racionalismo ilustrado, que en algo nos remite a los argumentos antirracionales de la Escuela Tradicionalista francesa que florecería dentro de diez años.

Basándose en los Padres de la Iglesia, nuestro autor realiza un elogio de la lealtad al soberano de resonancias épicas, en algo comparable a los alturas alcanzadas por plumas católicas de décadas posteriores, como monseñor Bartolomé Herrera o incluso Donoso Cortés: “Así han pensado, señores, nuestros mayores, y éstas han sido las máximas sabias y santas con que los cristianos se han conducido en todos los países donde han enarbolado el estandarte de nuestro Jesús Crucificado. Por esto es imposible, deje de ser buen vasallo, el que está perfectamente instruido en la doctrina, y moral del cristiano. Si los preceptos que recibimos en nuestra primera educación son conformes al Evangelio, nosotros seremos fieles, obedientes a Dios y al rey; nunca le negaremos al César los tributos de respeto y amor que se le deben, apenas oigamos la voz con que nos llama al combate y a la defensa de su corona, cuando apresurados correremos al campo, dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos de nuestro común padre, cual debe reputarse el rey ”.

Pero el fidelismo de Cosío no es una defensa moderada de un statu quo semi-ilustrado para evitar mayores males y desórdenes (como podría entenderse el “realismo” de Hipólito Unanue o Baquíjano y Carrillo), sino es contrarrevolucionario in radice. Al repasar la biografía de Moscoso, Cosío menciona las hazañas del difunto combatiendo a las fuerzas de la Francia Revolucionaria durante la década de 1790, deteniéndose para analizar la ideología revolucionaria: “¿Qué vigor no toma su espíritu [al] combatir contra el Galo Revolucionario? Mira en él un impío filósofo destructor de los tronos; un sacrílego regicida; un ciudadano que pidiendo la libertad e independencia de los pueblos, no hacía más en esto que renovar las doctrinas de Tomás Muncero y Nicolás Storck, principales discípulos del Heresiarca Lutero, y patronos de los Anabaptistas?”.  Seguidamente, en otra nota, desarrolla con más detalle el parangón entre los jacobinos y los anabaptistas  del siglo XVI. Citando la Histoire de l’Église del abate Antoine de Bérault-Bercastel (1778-1780), destaca en éstos “la aversión declarada a los magistrados, a la nobleza, a todas las potestades, y a todo género de superioridad. Querían que todos los bienes fuesen comunes, todos los hombres libres e independientes, y prometían un imperio donde reinarían solos en una felicidad perfecta, después de haber exterminado a los impíos, es decir, todos aquellos que no habrían abrazado su impiedad homicida.”  Sugerentemente, Cosío denuncia el fondo utópico, nihilista, milenarista, violento e incluso anarco-comunista detrás de ambas revoluciones. Luego, pasa a ocuparse “del jefe de los incrédulos modernos, Mr. Rousseau”.  Concluye luego con una admonición implícita al clero de simpatías liberales, que algunos años después jugaría un papel importante en el desmantelamiento del Reino del Perú: “Comparen los amantes de la libertad las doctrinas de los Anabaptistas con las suyas; y al mismo tiempo observen que su conducta y modales han sido arreglados por las máximas de Rousseau, y no por las del Evangelio. ¿Y todavía creerán que sus procedimientos son cristianos? ¡Ah, insensatos!”.

A diferencia de otros realistas en el Perú de aquellos años –como el “periodista” Gaspar Rico-, Cosío no se dejó ilusionar con la Constitución de 1812 ni con el aire liberal que empezaba a respirarse en ciertos cenáculos aparentemente fieles a la Corona: “La constitución puso el sello a nuestros males. Ella acabó de abrir las puertas de par en par a la insurrección, pues las juntas populares para las elecciones […] sólo sirvieron para exaltar los ánimos, y con la acción popular prescripta en el artículo 255, se disculparon los cabecillas de la insurrección del Cusco. Por eso los mayores defensores  de ese cuaderno han sido los rebeldes, después de la justa abolición que de él ha hecho nuestro augusto monarca”.  Y eso no es todo, puesto que el doctrinario arequipeño llega a expresar un anhelo profundo de los auténticos fidelistas peruanos, que va más allá del rechazo al proceso insurreccional iniciado en Buenos Aires cinco años atrás, sino que  se yergue como un justo reclamo contra desaciertos y novedades turbias que debilitaron a su patria en las últimas décadas del siglo anterior: [L]os fieles vasallos no deseamos sino que se conserven las antiguas leyes que obedecieron nuestros padres”.

En el pensamiento del arequipeño Mateo Joaquín de Cosío (1815) ya se encuentran expresados, exaltados y defendidos aquellos elementos –Dios, Patria, Fueros y Rey- que se convertirían en el lema defendido veinte años después en la Península por otro surperuano realista, el brigadier Leandro Castilla Marquesado.

Y si en el panorama del realismo surperuano, Cosío encarna al doctrinario fidelista, y Castilla y Moscoso, a los convencidos defensores de la Corona en el campo de batalla, la Reveranda Madre María Manuela de la Ascensión Ripa, representa a la mística profética, a la última de las virtuosas, al lucero brillante pero crepuscular de la edad de oro de la santidad arequipeña. Monja de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en Arequipa [11], gozó de fama como visionaria y consejera prudente, siendo requerida por las autoridades cuando la situación se tornaba incierta. Se enteraba de los resultados de los combates de las Armas del Rey antes que llegasen los correos. Dejó un epistolario y algunos escritos espirituales, donde plasmó sus visiones extáticas así como algunos juicios históricos y políticos. A tal grado llegó su predicamento entre los fidelistas de Arequipa, que cuando Bolívar ocupó la ciudad en 1825, sufrió arresto domiciliario, circunstancia que el historiador Pedro José Rada y Gamio calificó de “ridículo y triste espectáculo [12]”. De la venerable criolla quedó hasta hace algún tiempo una leyenda áurea en Arequipa, que nos hablaba de Santos Cristos que sudaban sangre cuando el ejército católico era derrotado, y de presagios ominosos de un porvenir oscuro para el Perú.

Finalmente, siendo el Virrey La Serna cómplice y a la vez cautivo de “un grupo de oficiales ‘rojos´, que veían en su traslado a América ocasión de escapar de las persecuciones absolutistas […], de medrar con la represión a los insurgentes y de obtener rápidos ascensos [13], víctima de sus propias contradicciones, aislado de cualquier apoyo que no sea el del extenuado Sur del Perú, se consumaba la derrota de las armas reales. Los sucesos en la Pampa de la Quinua, a pesar de haber sido cantados por multitud de historiadores latinoamericanos todavía siguen guardando misterios. ¿Conocía ya la jefatura realista el contenido de la capitulación antes del combate?  ¿Fue un combate simbólico para salvar el honor? ¿Existió una conjura masónica? El alzamiento de Olañeta no fue más que la  simple contestación a una autoridad calcárea, sospechosa y muchas veces torpe. Sea lo que fuere, la suerte estaba echada desde hacía mucho, y así  acabó inevitablemente el episodio americano de la descomposición de la Monarquía Católica.

Los realistas surperuanos pasaron a la oscuridad del olvido, desde donde contemplaron los vaivenes tragicómicos de la joven República. Pero no es casualidad que el único proyecto viable para el Perú en aquellos años, la Confederación Perú-Boliviana, alcanzase apoyo sólido entre los antiguos fidelistas arequipeños, siendo que el virrey postrero Tristán acabó ocupando la presidencia del efímero Estado Surperuano. Ese tradicionalismo popular, donde las muchedumbres urbanas y rurales insurgían para defender los derechos de la Iglesia encabezados por sus sacerdotes y sus mujeres, estaría detrás de las grandes sublevaciones clericales de 1856 y 1867.

Algunos como Leandro Castilla, natural de Tarapacá, en el extremo sur de la intendencia, prefirieron continuar sirviendo al Rey. Mas tan extrañas acabaron siendo las cosas algunas décadas después que ni España era ya un buen lugar para un tradicionalista hispánico. Murió en París, veterano por más de veinte años de innumerables campañas, desde Copiapó  hasta Morella, pero siempre peleando la misma guerra  contra la decadencia de aquel Orden Cristiano que en su hogar arequipeño sus padres le habían enseñado a amar.


[1] Universidad Católica San Pablo de Arequipa, Perú  cfsanchezm@ucsp.edu.pe
[2] Ante la necesidad de crear una “identidad nacional” distinta a la hispánica y  la imposibilidad de desarrollar una reivindicación indigenista, por temor a exaltar a las relegadas poblaciones originarias, “quedaba, pues, solamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico. Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.”,  José María Iraburu, Hechos de los Apóstoles de América, 5ta Parte, IV, en http://www.gratisdate.org/nuevas/hechos/default.htm
[3] Para un vistazo al Perú Sacral y su nostalgia de esplendor a través de los imagineros tradicionales y artistas religiosos andinos, vid. Sebastián Correa Ehlers, Suyajruna. Una mirada al artista popular peruano, ICTYS, Lima, 2008.
[4] Para Víctor Andrés Belaunde, el “espíritu del Imperio” que según sería uno de los legados del Incario que animaría la posterior historia peruana, “resurge, sobre todo, en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el predominio de la autoridad  imperial contra la dispersión de las soberanías en la revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires. Abascal sintió el "imperium" y puso al servicio de él todos los elementos que habían constituido el antiguo virrei­nato y el antiguo estado de los incas. Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica. […]No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el "espíritu del imperio", en Peruanidad, Obras Completas V, p.48, Edición de la Comisión Nacional del Centenario, Imprenta Editorial Lumen, Lima, 1987.
[5] Pablo Macera, Visión histórica del Perú, pp. 179-182, Editorial Milla Batres, Lima, 1978.
[6] Archivo Regional del Cusco, INT, Vir., Leg. 159 (1823-24) en David T. Garnett: Sombras del Imperio. La nobleza indígena del Cuzco, 1750-1825, p. 17,  trad. Javier Flores Espinoza, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2009.
[7] Op. cit, pp. 17-18.
[8] José de la Riva Agüero, Paisajes Peruanos, p. 153-154, en Obras Completas, Tomo IX, PUCP, Lima, 1969.
[9] Mateo Joaquín de Cosío, Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815. Por el Doctor Mateo Joaquín de Cosío, presbítero, abogado del Ilustre Colegio de Lima. Y lo dio a luz  el Señor D. Mateo de Cosío, del órden de Santiago, Brigadier de los Reales Exércitos Padre del Autor, con licencia, ed. por Bernardino Ruiz, Lima, 1815. Existe otra edición  en la Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo III, Conspiraciones y Rebeliones en el siglo XIX, volumen 8, La Revolución del Cuzo de 1814,  pp. 63-86, investigación, recopilación y prólogo por Manuel Jesús Aparicio Vega, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1974.
[10] Mal que todavía infesta a los intelectuales y académicos en el Perú.
[11] Sobre la Madre Ripa discurren dos capítulos breves de la obra de Pedro José Rada y Gamio, Mariano Melgar y apuntes para la historia de Arequipa, pp. 338-342, Imprenta de la Casa Nacional de Moneda, Lima, 1950. A finales del siglo XIX, el franciscano recoleto Elías Passarell  recopiló en Arequipa algunos escritos de la Madre, así como diversos testimonios de su vida virtuosa.
[12] Op, cit, p. 341.
[13] Alberto Wagner de Reyna, “El hombre público que nada ambiciona” en AA.VV., Libro de Homenaje a Aurelio Miró Quesada Sosa, Tomo II, p. 901, Talleres Gráficos P. L. Villanueva S. A. Editores, Lima, 1987.  El distinguido filósofo también apunta la transformación en logia masónica de esta camarilla, siendo su Venerable, nada menos que Jerónimo Valdés, el mentor de La Serna (p. 901). Durante el trienio, “el liberalismo constitucional y “progresista” del gobierno madrileño […] y de sus agentes en el Perú –apunta el recordado filósofo limeño- enajenó a España la simpatía de muchos criollos de ‘derecha’ y los empujó al campo de San Martín, quien aunque francmasón era monárquico y se apoyaba en la Iglesia (p.203).