martes, 23 de agosto de 2011

Clérigos revolucionarios y mito de la revolución católica

El triunfo o derrota de la Guerra de la Independencia se deberá a lo que hicieron los sacerdotes.- Goyeneche.

El triunfo se debe a los curas que siempre han estado de nuestra parte.- Castelli a la Junta.

De los 24 sacerdotes que asistieron al Cabildo Abierto del 22 de mayo, 18 votaron por la deposición del Virrey, y 12 por la formación de lo que sería la Primera Junta.

En la petición revolucionaria presentada al Cabildo, figuraban las firmas de 15 sacerdotes. En la Plaza, los más audaces entre los insurgentes fueron los llamados “manolos” acaudillados por el P. Ignacio Grela.

Uno de los nueve sujetos electos para formar el gobierno independentista fue el P. Manuel M. Alberti. Éste se hizo cargo de La Gaceta, fundada en junio de 1810 como órgano de la Revolución, y la dirigió casi sólo hasta octubre.

El 30 de mayo, el Pbro. Diego Estanislao Zavaleta fue el principal orador durante el Te Deum, intentando demostrar la legitimidad de todo lo actuado.

La Junta eligió a fray Julián Perdriel O.P. para escribir una Historia de los Sucesos de Mayo, por ser uno de los principales intelectuales de la Revolución, aunque no pudo ser llevada a cabo. En 1816, el deán Gregorio Funes tomó el encargo y escribió su Historia Civil.

Entre los portavoces de la Revolución enviados a las Provincias, fueron designados el Pbro. Ignacio Aráoz (hacia Tucumán), Julián Navarro (hacia Rosario), Pedro Ignacio Castro Barros (hacia La Rioja), Alejo de Alferro (hacia la Quebrada de Humahuaca) y otros.

Pero, tal vez, ningún otro clérigo tuvo mayor protagonismo que Gregorio Funes. El Deán Funes, como es recordado por la historia, nació en 1749 en Córdoba del Tucumán en el seno de una acaudalada familia local. Estudió en el Colegio de Monserrat justo cuando los jesuitas, que regenteaban el colegio, estaban siendo expulsados de América. Siguió la carrera eclesiástica y fue ordenado sacerdote en 1773, justo durante un conflicto entre el rector de la Universidad (y el Obispo) y el Cabildo diocesano, a causa del reparto de los cuantiosos bienes de los jesuitas en la provincia eclesiástica. A pesar de ser un novato, Funes fue nombrado director del seminario, pero apoyó al Cabildo contra el Obispo. En castigo, éste lo envía de Párroco a Punilla, en ese entonces un pago rural alejado de la ciudad universitaria.

Sin permiso de su Obispo, Funes obtiene el pase a España y en 1779 se doctora en Derecho Canónico en Alcalá de Henares. Allí, en la Península, se empapa de las ideas de la Ilustración y será firme y entusiasta defensor de las reformas eclesiásticas de Carlos III. Regresa a Córdoba junto al nuevo Obispo, José Antonio de San Alberto, y éste lo designa Canónigo. De allí en más, su carrera eclesiástica no para: en 1793 es nombrado Provisor del obispado y en 1804, deán de la Catedral (decano del Cabildo diocesano).

Ese año murió el Obispo San Alberto y Funes quedó como Administrador de la diócesis, mientras se preparaba para ser consagrado. Pero en 1805 es designado el peninsular Rodrigo de Orellana O. Praem., quien, sin embargo, se demora años en embarcarse. Recién en 1809 llega a Buenos Aires donde es consagrado por el obispo local, Benito Lué. Y nuevamente se toma su tiempo, para llegar a Córdoba recién en octubre.

Para ese entonces el deán Funes, fiel admirador del despotismo ilustrado, tenía el control absoluto de la diócesis. Desde 1807 era rector de la Universidad y del Colegio de Monserrat. Había reformado completamente los planes de estudio, introduciendo asignaturas ilustradas como Matemática, Física, Francés, Música y Trigonometría. Asimismo hizo una fuerte donación para sostener becas para estudiar Geometría, Aritmética y Algebra.

Si bien se negó a introducir a Descartes, Locke o Leibnitz, impulsó la escolástica suareciana tal cual se estudiaba en España, es decir, impregnada de elementos “modernos” como las publicaciones de Feijóo y Jovellanos. Fruto de este suarecianismo mediatizado fueron sus ideas democráticas que le trajeron problemas con el gobernador mediterráneo, el Marqués de Sobremonte, ex Virrey muy desprestigiado por su actuación durante las Invasiones Inglesas.

Ya desde 1809 estaba al tanto de los planes revolucionarios, a través de los oficios de Manuel Belgrano y Juan José Castelli. En una famosa carta al Oidor de la Audiencia de Charcas, su amigo Pedro Vicente Cañete, le recomienda apartarse del Virrey Cisneros dado que se aproximaba en Buenos Aires un cambio radical de gobierno. Cañete no tiene mejor idea que denunciar a su amigo ante el gobernador de Córdoba, Gutiérrez de la Concha, quien sin embargo nada puede hacer contra el poderoso canónigo.

Estallada la Revolución de mayo de 1810, y mientras Concha y Orellana, con la ayuda del ex Virrey Santiago de Liniers que se encontraba retirado en la provincia mediterránea, organizaban la contrarrevolución, el poderoso Deán tramaba su traición. La Junta de Buenos Aires había enviado a José Melchor Lavín a Córdoba para entrevistarse con Liniers y luego con las autoridades provinciales. Pero Funes hospeda en su casa al emisario y se entera de primera mano de las novedades.

Cuando las autoridades provinciales se reúnen para discutir el reconocimiento de la Junta revolucionaria, el Deán estaba enterado ya de todos los pormenores y había levantado una red de comunicación con sus amigos en el nuevo gobierno, principalmente Belgrano y Castelli. Rápidamente informa a los insurgentes de la postura de Concha, Liniers, Orellana y los demás, y organiza en la ciudad al partido revolucionario.

Por lo que apenas Concha y sus aliados abandonan la ciudad ante la aproximación de la Expedición militar al Norte, Funes reúne inmediatamente al Cabildo y hace reconocer a las autoridades porteñas.

Para ganarse el afecto de los revolucionarios, redactó la “justificación” de las ejecuciones de Liniers, Concha y los demás líderes contrarrevolucionarios.

Poco después fue electo Diputado por el Cabildo cordobés y enviado a Buenos Aires en su representación para integrar la nueva Junta, llamada “Junta Grande” por la historiografía. Apoyó a Saavedra, contra la política de Mariano Moreno, y fue el redactor de la mayoría de las proclamas, cartas y manifiestos.

Después del golpe de abril de 1811 contra la facción morenista, se quedó con la dirección de la Gaceta, órgano de propaganda del gobierno revolucionario de Buenos Aires. Desde allí, justificó el cisma religioso surgido de la Revolución, desarrollando su teoría sobre la reversión del derecho de patronato eclesiástico a la Junta.

Tras la derrota de Huaqui, fue autor de la exhortación al pueblo para la resistencia. Pero la ida de Saavedra al Norte para reorganizar el Ejército, lo dejó sin su principal sostén y, fiel a su espíritu acomodaticio, fue uno de los firmantes del armisticio con el gobierno de Montevideo, fiel al Rey. Incluso aconsejó a su hermano Ambrosio y a sus amigos cordobeses, moderarse en sus expresiones de apoyo a la Revolución.

El nombramiento del Triunvirato en septiembre de 1811, dejó a Funes a cargo de la Junta que se convertía en poder legislativo. Pero el secretario del poder ejecutivo, Bernardino Rivadavia, convirtió hábilmente a la Junta en un órgano meramente consultivo sin poder efectivo. Durante la represión del llamado Motín de las Trenzas, Funes fue acusado de ideólogo, la Junta fue disuelta y sus miembros expulsados de la capital.

El otrora poderoso Deán regresó a Córdoba, donde se dedicó a escribir su Ensayo de Historia Civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán. A fines de 1817, regresó a Buenos Aires para integrar el Congreso que recientemente había abandonado Tucumán donde un año antes declarara, contra todo derecho, la independencia. Su actuación posterior excede los límites de este trabajo.

Pero volvamos a los otros clérigos revolucionarios.

La oración pública inaugural de la Revolución fue pronunciada por Diego Estanislao Zavaleta, canónigo porteño y profesor del Real Colegio. Tras el asesinato del Obispo Lué, fue nombrado por el Cabildo diocesano, influenciado por la Junta revolucionaria, como Provisor del obispado bonaerense. Fue miembro activo de la masónica Logia Lautaro hasta la caída de Alvear. Luego fue diputado y secretario del Congreso y colaboró en la redacción de la Constitución unitaria de 1819. Sostenedor del ministro Rivadavia, apoyó su reforma eclesiástica. Su posterior carrera política escapa el tema propuesto.

Cuando en septiembre de 1810, luego de los fusilamientos de Liniers y compañeros, el obispo cordobés Orellana es enviado preso a la Guardia de Luján, Francisco Ortiz de Ocampo, gobernador puesto por la Expedición porteña, presiona al Cabildo catedralicio para nominar como Provisor y Vicario a José Gabriel Vázquez, quien haría las veces de obispo.

En 1811, estando Manuel Belgrano al frente del Ejército del Norte en Salta, hizo detener al obispo Nicolás Videla del Pino, acusado de mantener supuestamente contactos con los realistas. De más está decir que Videla del Pino era adversario del deán Funes. La cosa es que el jefe revolucionario no se limitó a deponer al obispo, sino que sacrílegamente designó en su lugar a Juan Ignacio Gorriti, que en ese entonces era vicario castrense.

Mientras tanto, y ya desde el 25 de mayo de 1810, se daba una verdadera persecución de los sacerdotes que no estaban dispuestos a aceptar las políticas cismáticas y sacrílegas de la Junta revolucionaria y sus clérigos aliados. Dejamos aquí constancia de unos pocos de estos mártires de la Revolución. Próximamente profundizaremos en sus poco conocidas vidas.

Dionisio de Irigoyen, prior del convento porteño de San Francisco, es asaltado violentamente por un grupo de jóvenes. A Felipe Reynal se le prohibió guardar secreto de confesión. El rector del seminario, Francisco de la Riestra, fue destituido y expulsado del Río de la Plata. La abadesa de las Capuchinas fue exonerada. El prefecto de los betlemitas, Vicente de San Nicolás, fue confinado a Salta por orden de Saavedra. El obispo bonaerense, Lué, fue puesto bajo una especie de prisión domiciliaria, se le impidió decir Misa y recorrer su diócesis; sus sacerdotes le boicoteaban y, finalmente, en 1812, fue envenenado por su asistente, el canónigo Fernández.

El motín realista encabezado por Martín de Álzaga fue la excusa perfecta para que recrudeciera la represión contra los clérigos y religiosos fieles al Rey, incluso llegando al fusilamiento o ahorcamiento.

Fray José de las Ánimas, prior del convento betlemita, fue ahorcado en la Plaza Mayor. Su cuerpo fue dejado a la intemperie colgando de una cuerda. Los dominicos revolucionarios Julián Perdriel y Juan González, que solían dirigir a sus alumnos a presenciar las ejecuciones revolucionarias, por su interés didáctico, encabezaron un grupo que destrozó a balazos el rostro de Fray José.

Orellana, luego de súplicas al gobierno y buenos informes de sus carceleros, fue restaurado en su diócesis. Pero pronto volvieron las inquinas de los revolucionarios. En 1814, el alcalde del Cabildo cordobés, denunciaba al gobernador la conducta del obispo: “desafecto al sistema de nuestra libertad, porque no ha predicado una sola vez a favor de la cauda de América”. Finalmente, los insurgentes no pudieron tolerar que el obispo para cubrir curatos de su diócesis que se encontraban vacantes, recurriera a sacerdotes franciscanos que se encontraban impedidos de ejercer su ministerio por orden de las autoridades revolucionarias. Fue confinado al convento de San Lorenzo, junto al Paraná, hasta que logró escapar a la Península.

Por haber sido foco de la contrarrevolución, los insurgentes se ensañaron especialmente con el clero de Córdoba del Tucumán. Los betlemitas de allí también fueron perseguidos. El presidente de su Hospital, Felipe Baltazar de San Miguel, fue arrestado. Otros fueron remitidos a Catamarca como sospechosos. Del clero secular, Tadeo Llanos, canónigo, fue detenido junto al obispo Orellana y apresado en San Luis. El rector del Colegio de Monserrat, Juan Bernardo de Alzugaray, fue capturado en Santa Fe, junto a uno de los hijos de Liniers, mientras aparentemente iban a fugar a Montevideo. Mientras tanto, el cura rector interino de la catedral cordobesa, Benito Lascano, fue acusado de “revoltoso y perturbador de la tranquilidad pública” y detenido. Otros detenidos fueron los franciscanos Pedro Pacheco, Manuel Suárez, León Pajón, Mariano Lencinas, Juan Antonino, Vicente Sánchez y Matías Alvarez.


¿Esta es la revolución católica de la leyenda rosa?

Discusiones de la Semana de Mayo, cuadro de Pedro Subercaseaux,
conservado en el Museo del Cabildo de Buenos Aires,
que se ha convertido en la imagen canónica de la Revolución de Mayo.
En cualquier caso, puede apreciarse en él, la cantidad de clérigos que participaron de la Revolución.


Fuentes:

Valentina Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República: Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales (Bs. As., 2007).
Efraín Bischoff, Historia de Córdoba (Buenos Aires: 1989).
Cayetano Bruno S.D.B., Historia de la Iglesia en la Argentina (Buenos Aires: 1966).
Nacy Calvo, Roberto Di Stéfano y Klaus Gallo, Los Curas de la Revolución (Buenos Aires: 2002).
Rómulo D. Carbia, La Revolución de Mayo y la Iglesia: Contribución histórica al estudio de la cuestión del Patronato nacional  (Buenos Aires: 1945).
Roberto Di Stéfano, El Púlpito y la Plaza (Bs. As.: 2004).
R Di Stéfano, “De la Cristiandad colonial a la Iglesia nacional: Perspectivas de investigación en historia religiosa de los siglos XVIII y XIX”, ANDES, nº 11 (Salta: Fac. de Humanidades, Univ. Nacional, 2000).
R. Di Stéfano, “La Iglesia católica y la Revolución de Mayo”, Criterio, nº 2360 (Buenos Aires: VI/2010).
Guillermo Furlong S.J., La Revolución de Mayo: Los sucesos, los hombres, las ideas (Buenos Aires: 1960).
G. Furlong, “Algunos datos olvidados de la Revolución de Mayo”, El Mensajero, nº 475 (1960), pp. 32-34.
Bernardo Lozier Almazán, Martín de Alzaga (Bs. As., 1998).
Rosa María Martínez de Codes, La Iglesia Católica en la América Independiente: Siglo XIX (1992).
Mons. Agustín Piaggio, La Influencia del Clero en la Independencia Argentina (Barcelona: 1910).
Américo Tonda, El Obispo Orellana y la Revolución (Córdoba, 1981).
A. Tonda, “Las secularizaciones de 1823”, Teología, nº 1 (1962).


No hay comentarios.:

Publicar un comentario