viernes, 24 de agosto de 2012

El Obispo Lué: Otro maldito de la historia oficial






Benito de Lué y Riega era asturiano, nacido en Lastres, el 12 (17 según otras fuentes) de marzo de 1753, hijo de Cosme (o José) de Lué y de María Josefa de Riega, cristianos viejos y sencillos hidalgos. Había formado parte del Ejército español en su adolescencia, ya en 1770, adquiriendo un carácter a la vez austero e inflexible. Siendo Oficial, abandonó la carrera militar luego de la muerte de su esposa, e ingresó como eclesiástico. Se doctoró en Teología en Santiago de Compostela y en Cánones en Ávila. Y fue, posteriormente, deán de la Catedral de Lugo.

En 1801, el Consejo de Indias lo propuso al rey Carlos IV (y éste luego al Papa Pío VII) para ocupar la sede diocesana de Buenos Aires que había quedado vacante, siendo confirmado el 9 de agosto de 1802. Partió hacia el Río de la Plata el domingo 14 de noviembre de 1802, aún antes de poder ser investido por el Papa.

Fue recibido por el virrey Joaquín del Pino en persona en Montevideo el 30 de marzo de 1803. Y pasó a Buenos Aires, arribando el 22 de abril. El 29 de mayo de ese mismo año viajó a Córdoba, donde su Obispo, D. Ángel Mariano Moscoso lo consagró obispo el día 6 de junio.

Pero en vez de regodearse en la corte virreinal, inmediatamente se abocó a realizar una minuciosa visita pastoral por su inmensa diócesis —cosa que no se hacía desde 1779. Recorrió penosamente y en medio de numerosos peligros Córdoba, Santa Fe, la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes, los pueblos de las Misiones, regresando a la Capital virreinal recién el 3 de septiembre. Miles de fieles fueron confirmados, sacerdotes instruidos, matrimonios regularizados, libros parroquiales corregidos.

En Buenos Aires consagró la catedral —que sólo había recibido una bendición de su antecesor—, y durante todo octubre de ese año se dedicó a inspeccionar los curatos de Buenos Aires y Quilmes, visitando Morón y Luján. Al año siguiente, en abril, parte hacia el Litoral y la Banda Oriental del Uruguay.

En 1805, el 9 de marzo funda el Seminario Diocesano en la Capital, y, luego de eso, vuelve a cruzar el Río de la Plata, remontando luego el Paraná hasta Corrientes y adentrándose después por la selva hasta las antiguas Misiones. En su largo viaje, erigió numerosas iglesias, capillas y parroquias.

El 25 de noviembre regresa por fin a Buenos Aires. Al año siguiente, levantó las parroquias de San José de Flores y de San Pedro González Telmo, que se extendían más allá de los límites actuales de la Ciudad hacia el oeste.

Se preocupó especialmente por la formación y la espiritualidad de su clero, ambas en estado calamitoso. En ese orden de cosas, dictó conferencias a la que obligó a asistir tanto a seculares como a regulares.

Todo esto disgustó especialmente a los sacerdotes ilustrados, en especial los que ocupaban escaños en el cabildo eclesiástico bonaerense y los párrocos que ocupaban los curatos más ricos. Los primeros enviaron, al menos, tres cartas al Rey pidiendo la separación del Obispo Lué de su sede entre 1804 y 1809. Se lo acusaba de cualquier cosa, desde alterar las costumbres “de esta colonia” hasta de ir demasiado rápido por los caminos.

A diferencia de su antecesor, el obispo Azamor y Ramírez, que gustaba de las letras y las ideas modernas, dado a la literatura y la conversación erudita, el obispo Lué era buen teólogo y mejor canonista. Y como tal, consideraba indispensable abandonar el onanismo intelectual y dedicarse a la predicación y la catequesis —actividades que disgustaban a algunos clérigos americanos que sólo aguardaban un momento para cruzar el Atlántico y poder así frecuentar los salones y los clubes de pensamiento europeos.

Tampoco hay que despreciar el hecho de que hiciera su divisa de la imposición de una férrea disciplina eclesiástica, combatiendo principalmente a las “queridas” y concubinas de algunos de sus dependientes.

Enseguida se granjeó el cariño del pueblo humilde, pero recio, que admiraba a este prelado viajero, sencillo, sincero y austero —ajeno a la política virreinal y peninsular que tanto gustaba a algunos eclesiásticos americanos, especialmente entre el grupo de los ilustrados.

Sobre el desdichado obispo Lué pesan dos horribles mentiras que, por repetidas al hartazgo, son por todos conocidas. Una se refiere a la actitud del diocesano bonaerense durante la invasión inglesa de Buenos Aires, diciendo que juró a las autoridades británicas. La otra, al contenido de su voto en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, donde habría dicho que “mientras quedara un sólo español en América, éste debería gobernar sobre los criollos”.

Como es sabido, el jefe británico de Buenos Aires, el brigadier William Carr Beresford, ordenó que todos los funcionarios civiles, eclesiásticos y militares debieran prestar fidelidad al rey Jorge III en forma obligatoria, pudiendo el pueblo, en general, hacerlo voluntariamente. A cambio, Beresford concedía la libertad de cultos.

Si bien los miembros de la Audiencia se negaron a hacerlo, los miembros del Ayuntamiento y del Consulado (excepción de Manuel Belgrano que se encontraba en la Banda Oriental), y los jefes militares capturados o rendidos, lo hicieron sin problemas. Lo mismo la mayoría de los comerciantes. También entre los firmantes voluntarios estuvieron los futuros revolucionarios Juan José Castelli y Saturnino Rodríguez Peña.

En cuanto al clero, la actitud fue diversa. Todo el clero regular, encabezado por el prior dominicano Fr. Gregorio Torres, excepto los betlehemitas, juró al monarca británico. Pero D. Lué y Riega logró, mediante hábil diplomacia, que el clero secular evitara el juramento.

Luego de la reconquista de Buenos Aires, los fiscales Villota y Caspe dictaminaron, en informe a la Corte, que la actitud del obispo bonaerense fue realmente heroica, subrayando que no fue compartida por ninguno de los otros funcionarios. Además, logrando granjearse la amistad del jefe inglés, salvó de la muerte a varios desertores británicos y a los naturales que los habían ayudado.

También se negó a sancionar con la excomunión a los fieles bonaerenses que osaran tomar las armas contra el invasor británico, como lo exigía Beresford.

En un oficio de Santiago de Liniers a la Audiencia, decía el jefe reconquistador: “Dudo Sr. Exmo., que, de cuantos obispos existen en América, haya uno más benemérito que el que ocupa la silla de Buenos Aires, el Ilmo. Sr. D. Benito Lué y Riega… Hallándose en la triste invasión de los ingleses, observó en estas críticas circunstancias una conducta llena de energía, de prudencia y de caridad, la que le atrajo la mayor consideración e influencia sobre el general inglés, y por ella se logró precaver varios daños a que este infeliz pueblo se hubiera visto expuesto.”

Por si existía aún alguna duda sobre la infamia que se vertió sobre la figura del excelentísimo obispo, el historiador anglo-argentino Eduardo C. Gerding, habiendo accedido a archivos británicos, corroboró que el Obispo nunca juró fidelidad al rey inglés. Por su parte, el cronista británico Alexander Gillespie acusó al Obispo de ser uno de los principales ejecutores de la reconquista de Buenos Aires.

Curiosamente o no, por el contrario, los religiosos juramentados serán los más fervorosos sustentos de la Revolución de Mayo y la Independencia.

También es falso que hubiese participado de la rebelión contra el virrey Liniers. Lo cierto es que, el 1º de enero de 1809, vestidos con sus ropajes episcopales, se entrevistó con los revoltosos en el Cabildo y, luego, atravesó la Plaza hasta la Fortaleza, donde ayudó a alcanzar la paz a ambos bandos, sin inútil derramamiento de sangre.

En cuanto a su participación en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, al que sólo concurrió una porción de aquellos vecinos que tenían derecho a hacerlo, porque los revolucionarios habían cortado los accesos a la Plaza Mayor.

La famosa frase “mientras existiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar a las Américas; y que mientras existiese un solo español en las Américas; ese español debía mandar a los americanos” sólo fue recordada en la Memoria Autógrafa de Cornelio Saavedra, sin figurar en las actas del cabildo abierto. Hoy, los historiadores más serios ya no repiten la versión sino que creen que se refería al acatamiento debido al Consejo de Regencia frente a aquéllos que sostenían como hábil maniobra leguleya que la isla de León, donde sesionaba dicho cuerpo, no era propiamente España.

El historiador e investigador Roberto H. Marfany (La Semana de Mayo, 1955) presentó un diario anónimo de un testigo de la Semana de Mayo, según el cual, lo que verdaderamente dijo el Obispo fue “aunque hubiese un solo vocal de la Junta Central y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la soberanía”.

En cualquier caso, más allá de su opinión, su voto fue el siguiente: “Que el excelentísimo señor Virrey continúe en el ejercicio de sus funciones, sin más novedad que la de ser asociado para ellas del señor Regente y del señor Oidor de la Real Audiencia don Manuel de Velasco; lo cual se entienda provisoriamente y por ahora y hasta ulteriores noticias.”

Toda la descripción que hace Vicente Fidel López, el “creador” de la historia argentina oficial, es espuria. “El obispo tenía tomado asiento con anticipación, vestido con un lujo eclesiástico excepcional. Llevaba todas las cadenas y cruces de su rango, riquísimos escapularios de oro y cuatro familiares, de pie detrás de él, tenían la mitra el uno, el magnífico misal el otro, las leyes de Indias y otros volúmenes con que se había preparado a hundir a sus adversarios.” Nada de esto concuerda con su forma de ser ni con las posibilidades prácticas que daba un cabildo abierto.

El día 26 de mayo, los miembros de la Junta le enviaron una carta para informarle oficialmente sobre la destitución del Virrey y el nombramiento de este cuerpo revolucionario. Sobre todo, se le exigía el acatamiento a este nuevo orden de cosas, convocándolo a presentarse al Cabildo para jurar fidelidad, junto con el resto del clero.

El Obispo respondió que acataba la Junta, pero se excusó de participar en la ceremonia de juramento. Por el momento, aunque disgustados, Saavedra, Moreno y los demás prefirieron no insistir.

Pero la paz duró poco. El miércoles 30 de mayo, onomástico de Fernando VII, la Junta quería que se celebre un solemne tedéum por el Rey y por la Revolución. Los días anteriores, Saavedra y el Obispo cruzaron más de una carta con este motivo. Pasa que los funcionarios revolucionarios querían ser recibidos en la puerta de la Catedral por una dignidad —deán o arcediano— y otro canónigo. El digno Lué se rehúso, aduciendo la falta de suficientes eclesiásticos como para emplear a uno en estos menesteres. La Junta respondió amenazando subrepticiamente al prelado. Éste dijo que había sido malinterpretado y que ya había dispuesto a dos sacerdotes para recibir a los juntistas en la entrada.

Efectivamente en la mañana del 30, un dignidad y otro canónigo esperaron a los nueve miembros en el atrio catedralicio y los acompañaron a sus sitiales; pero, al finalizar la ceremonia, no había nadie para escoltarlos de regreso. El tema se siguió discutiendo epistolarmente durante un mes o más por los sucesos del día de San Fernando.

La excusa protocolar sirvió a los revolucionarios para impedir al Obispo asistir a la Catedral y visitar su Diócesis —que, en el fondo, era lo que se buscaba para evitar que difundiera ideas opuestas “a la libertad de América”. Incluso, el 10 de julio, la impía Junta de Gobierno le prohibió predicar y confesar.

El 21 de marzo de 1812, D. Benito Lué celebró su onomástico en la quinta episcopal de San Fernando donde se encontraba en una especie de arresto domiciliario. Como era costumbre, invitó a todas las personalidades, y asistieron unas cien —entre ellas, muchos enemigos notorios del Obispo que lo hacían por primera vez—. Se ofrecieron chorizos, morcillas, riñones, jamones, pollos, gallinas, pichones, patos y pavos. Todo acompañado de vino a granel.

A la mañana siguiente, el Obispo no se levantó temprano de su cama como era costumbre. Cerca de las 8.30 horas, sus criados ingresaron en su cuarto con preocupación. Yacía muerto en su lecho. El último en verlo con vida había sido el arcediano Ramírez, conocido revolucionario y enemigo del prelado.

Pronto se esparció el rumor del envenenamiento. Sabiendo lo que esto podría causar contra los partidarios de la independencia, el Triunvirato se apresuró a asegurar que la muerte del obispo bonaerense fue por causas naturales. De hecho se prohibió siquiera mencionar en público la posibilidad de otra cosa.

El investigador Miguel Ángel Scenna ha confirmado, luego de una profunda pesquisa, que el Obispo fue envenenado con toda probabilidad (cf. “El caso del obispo envenenado”, Todo es Historia nº 32).

Don Benito Lué y Riega, mártir de la lealtad, fue sepultado el 24 del mismo mes en la catedral metropolitana de Buenos Aires donde aún descansan sus restos mortales.

Tras su muerte, la cátedra bonaerense fue usurpada por el canónigo D. Diego Zavaleta el día 30, con acuerdo entre el Triunvirato y el Cabildo Eclesiástico, que, para evitar un cisma formal, usó el título de “Provisor Diocesano”.

Se inicia así, en la enorme diócesis de Buenos Aires que iba desde el Paraguay y el sur del Brasil hasta toda la Patagonia y el sur del Chile actual, un oscuro período de sede vacante y cisma material que se prolongará hasta marzo de 1830.

¿Ésta es la “revolución católica”?


lunes, 13 de agosto de 2012

206º Aniversario de la Reconquista de Buenos Aires

El 9 de abril de 1806, tras haber participado de la toma de las colonias holandesas de Africa del Sur, el comodoro británico Sir Home Riggs Popham (1762-1820) anuncia al Almirantazgo su partida del Cabo de Buena Esperanza hacia el poniente con el fin de hostigar a las colonias hispanas en el continente americano. El 14 finalmente parte del Cabo la flota británica con los buques “HMS Diadem”, “HMS Raisonable”, “HMS Diomede”, “HMS Narcissus” y “HMS Encounter”, escoltando a 6 buques transportes (“Walker”, “Triton”, “Melanton”, “Ocean”, “Wellington” y  “Unicorn”) en los que viajan 1000 soldados al mando del general William Carr Beresford (1768-1854). El 20, tras sortear un temporal, la flota de Popham recala en la Isla de Santa Elena (Saint Helena), en medio del Atlántico Sur, donde consigue un refuerzo de 286 hombres.

El 2 de mayo la flota británica abandona Santa Elena y pone rumbo al Estuario del Plata. El 20, la fragata “HMS Leda”, que había partido unos días antes para explorar, aparece ante las costas de la Banda Oriental del Uruguay, siendo avistada desde la fortaleza de Santa Teresa. El buque británico, al mando del capitán Honeyman, era una fragata tipo “5th Rate” lanzada en 1800, sobre la base de una fragata francesa capturada en 1782, era la nave insignia de su clase, que llegó a contar con 47 buques hasta 1830. Tenía una tripulación de 284, 28 cañones de 18 libras, 10 de 9 libras y 8 carronadas.

El 27, ansioso por obtener detalles de primera mano, el comodoro Popham deja la flota al mando del capitán Rowley del “Raisonable” y en el “Narciussus” participa del reconocimiento del Río de la Plata, anclando el 8 de junio cerca de la Isla de las Flores. El 13 llega a la Isla de las Flores el “Raisonable” con el resto de la escuadra. Se da una reunión de los principales oficiales británicos abordo del “Narcissus” y  se decide atacar directamente Buenos Aires. El batallón de infantería de marina, compuesto de 340 infantes reforzados con 100 marineros, bajo el mando del capitán William King del “Diadem” es embarcado en el “Encounter” y en el “Narcissus”. El 16 el “Narcissus”, el “Encounter” y los transportes se mueven río arriba, mientras el “Diadem” bloquea el puerto de Montevideo, y el “Raisonable” y el “Diomede” recorren la costa de la Banda Oriental hasta Maldonado.

El 21 diversos destacamentos militares, como el Batallón de Voluntarios de la Infantería de Buenos Aires, al mando del coronel Miguel de Azcuénaga, son acantonados en la Plaza Mayor ante la inminencia de un ataque. El 22 la flotilla británica aparece en las costas de Buenos Aires en dirección a la Ensenada de Barragán. El virrey Sobremonte designa a Santiago de Liniers comandante de las fuerzas de defensa en Ensenada y lo envía hacia allí con una batería de 8 cañones.

En la mañana del 24, las naves británicas se aproximan a las costas de Barragán, siendo repelidos por las baterías de costa de Liniers. Sobremonte emite un bando convocando a las armas a todos los hombres aptos para incorporarse en el plazo de 3 días. A la noche el Virrey acude al Teatro de Comedias con su familia para transmitir confianza a la población y elevar la moral. En medio de la función, alertado sobre la inminencia del desembarco, el Virrey se dirige al fuerte y dispone el alistamiento y concentración de fuerzas.

Ese mismo 24 de junio, llegaba a Londres la carta de Popham, escrita en la Ciudad del Cabo conquistada, explicando su decisión de invadir Buenos Aires. La perplejidad del Gabinete se hizo manifiesta ante los informes del Cabo. Nadie, en el gobierno sabía de la cuestión, ya que sus antecesores no participaron de sus decisiones al nuevo gabinete. Pitt y Melville resolvían sus expediciones "por sí y ante sí". Sin embargo, en las altas esferas, para nadie eran secretas las intenciones de Popham en usar la fuerza militar oficial para apoderarse de Buenos Aires y Montevideo, en provecho económico propio. Todos conocían la participación en empresas marítimas del Comodoro, y sabían de la asociación entre el marino y el revolucionario venezolano Francisco de Miranda.

Miranda se consideraba liberal y no dudó en planear entregar a Inglaterra parte de la riqueza territorial de América, a cambio de contingentes, expediciones y tutelas políticas de la metrópoli inglesa. Masón y fundador de logias en América, tuvo como principal agente suyo en Buenos Aires al destacado porteño Saturnino Rodríguez Peña.

En la mañana del 25 de junio apareció, finalmente, frente a Buenos Aires la flotilla británica en línea de batalla. El Fuerte da la alarma a cañonazos. A las 11, la flota británica pone rumbo hacia el sudeste. Al mediodía las tropas británicas, en número de 1630 hombres y 8 piezas de artillería, desembarcan en Quilmes. Las fuerzas británicas estaban conformadas por 
(a) el 1st Battalion 71st Regiment (Highlanders), al mando del teniente coronel Denis Pack, con 32 oficiales, 857 soldados (incluyendo 2 gaiteros), 60 mujeres y 40 ninos; 
(b) el Saint Helena’s Infantry Battalion, con 9 oficiales y 174 soldados; 
(c) 340 infantes de los Royal Marines; 
(d) 100 marineros de la Royal Navy; 
(e) de la Royal Artillery 4 cañones de 6 libras, con un capitón, un teniente y 34 soldados; 
(f) de la Saint Helena’s Artillery: 2 morteros de 5 ½ pulgadas, un oficial y 102 soldados; y 
(g) 10 de intendencia e ingenieros; 
en total 1668 hombres.

Las fuerzas con que contaba Sobremonte en Buenos Aires y sus alrededores, eran exiguas y mal formadas. Estaban compuestas para el orden de defensa y el orden interior, de unidades veteranas y cuerpos de milicias, éstas últimamente creadas.

Hasta 1778, la guarnición del Virreinato de Buenos Aires se componía de fracciones y algunas unidades veteranas, de las tres armas del Ejército Español: la Marina; la Infantería de Marina; y del Cuerpo de Infantería Real. Estas unidades eran relevadas periódicamente y, en 1771 se creó, en el Plata, una fuerza fija e inamovible, que tendría disciplina, organización e instrucción análoga a la de las tropas peninsulares. Estaban organizadas como tropas particulares y permanentes del Virreinato.

En general la forma de reclutamiento se realizaba por medio del enganche, que era voluntario y duraba ocho años, con posibilidad de reenganche, implicando una prima de oro. El enganche se operaba comúnmente en Cádiz, donde funcionaba la Bandera General de América y, que contrataba las fuerzas destinadas a las Posesiones de Ultramar. El contrato incluía la distribución y el planeamiento de las fuerzas, de acuerdo a las necesidades de los Reinos Americanos. 

Por 1783, una Real Cédula, autorizaba al Virrey, en Buenos Aires, a crear una Bandera de reclutamiento en La Coruña (Galicia), para recibir voluntarios para el Regimiento de Infantería de Buenos Aires, el Fijo. Otra Bandera de la misma ciudad, facultaba a reclutar oficiales para el Cuerpo de Dragones del Río de la Plata. Los reclutamientos se intensificaron en España pues los naturales y criollos americanos eran reacios, se decía, al estado militar. En 1802, los Dragones bonaerenses establecieron otra bandera de enganche en Málaga. Eran pasibles, en la metrópoli, del enganche, los vagos, los desertores y los polizones, con carácter de deportados. En 1804, Sobremonte creó un Reglamento que dio cuerpo y organización a las Milicias, en el refuerzo de las tropas veteranas nativas.

Mandaba el Regimiento de Dragones de Buenos Aires, el brigadier José Ignacio de la Quintana. El brigadier Francisco de Orduña, comandaba la Artillería, acantonada en el Fuerte bonaerense. El coronel de los Reales Ejércitos, Pedro de Arce era el Subinspector General del Virreinato del Río de la Plata y Cabo subalterno del Virrey; había nacido en el Obispado de Coria, Provincia de Extremadura, y desembarcó en Buenos Aires, siendo reconocido como Sargento Mayor del Regimiento de Infantería Fijo, en 1790. Fue promovido a Teniente Coronel graduado en febrero de 1795, y en diciembre de 1802, obtuvo los despachos de Comandante del mencionado cuerpo de infantería.

El coronel Miguel de Azcuénaga habia nacido en Buenos Aires en 1754. En agosto de 1773 inició su carrera militar, dado de alta como Subteniente de Artillería y prestando servicios en la guarnición de la ciudad. Cesó su estado militar en 1777, después de la rendición de Colonia del Sacramento a los portugueses, año que fue nombrado Regidor del Cabildo. En 1781 regresó al estado militar y se lo puso al frente de una batería de 4 cañones de 24 libras. El virrey Melo, en noviembre de 1796, le otorgó el mando de las Milicias Disciplinadas de Buenos Aires, con el empleo de Teniente Coronel. Y en 1801, el mismo Rey, le concedió el grado de Coronel. Un año después fue designado Comandante del Batallón de Voluntarios de Infantería de Buenos Aires.

El coronel Manuel Gutiérrez, era el comandante segundo del Regimiento de Dragones; y el coronel J. Ignacio Merlo, jefe del tercer batallón del Regimiento de Infantería Fijo. Por su parte, el coronel N. de la Quintana fue puesto al mando del Regimiento de Voluntarios de la Caballería (Blandengues) de Frontera; mientras el teniente coronel Juan Ignacio de Elío estaba a cargo del de Voluntarios de Caballería de Buenos Aires.

Los arsenales de la ciudad contaban, en 1806, con armas de distinto tipo y función. Había armas portátiles de fuego, de chispa y de avancarga: fusiles, carabinas, pistolas, pistolones y trabucos. Todas estas armas eran de hierro fundido y disparaban una bala esférica de plomo. En el trabuco se usaba metralla con recortes de metal. Las armas blancas eran la bayoneta, la espada, el sable y la lanza; como así también el cuchillo criollo. La infantería utilizaba el fusil y la bayoneta; los dragones, la carabina, bayoneta, espada y pistolones; y los blandengues de la frontera, portaban carabinas, sable y cuchillo. El Cuerpo de Artillería se distinguía por el uso de cañones, obuses y morteros; de bronce o de hierro; de avancarga y de ánima lisa. Disparaban una bala esférica maciza en cañones; y hueca, en obuses y morteros. Los calibres regularmente usados eran de 36, 24, 18, 16, 12, 8, 6 y 4 libras. Los obúses tenían 6 pulgadas, y los morteros llegaban a 12 pulgadas.

La Compañía de Granaderos del Batallón de Voluntarios de Infantería, al mando del capitán Juan Florencia Terrada de Fretes, con 100 hombres, es provista de caballos y situada en la quinta de Marull, cerca del Puente de Gálvez a orillas del Riachuelo. A las 20 el Virrey ordena al coronel Pedro de Arce, jefe del destacamento en Puente de Gálvez, emplazar en dicho puente las defensas con el Regimiento de Caballería a las órdenes del coronel De Elía.

En las primeras horas del 26 el ayudante Bruno de la Quintana, con 31 hombres del Regimiento de Voluntarios de Caballería de Buenos Aires, se reúnen con la Compañía de Granaderos del capitán Terrada. A las 8 el coronel De Elía ordena a Terrada se le incorpore para marchar sobre Quilmes y unirse a las fuerzas de Arce. La columna de las fuerzas de reserva, compuesta por 260 hombres, dos cañones y un obús, se dirigen por caminos en muy mal estado hacia Quilmes, cuidando la retaguardia los granaderos de Terrada. A las 11, acabado el desembarco, los británicos inician la marcha. Unos 600 milicianos y 3 cañones al mando del coronel Pedro de Arce los atacan en las barrancas de Quilmes, pero son fácilmente derrotados. La columna de De Elía llega al combate tras el comienzo del mismo, ubicándose a la izquierda y recibiendo de inmediato el ataque de la Infantería de Santa Elena al mando del teniente coronel Lane. Muchas de las armas de los voluntarios tienen fallas, lo mismo que la munición, por lo que el coronel Arce ordena la retirada. Los blandengues se retiran por la izquierda, atropellando a la columna de Arce y confundiéndolos. Todas las tropas se retiran en desorden, abandonando cinco piezas de artillería en el campo. El comandante británico brigadier William Carr Beresford da a sus tropas dos horas de descanso y retoma la marcha. A últimas horas del día, el virrey Sobremonte ordena la destrucción del Puente de Gálvez  y emplaza una pequeña fuerza en la orilla del Riachuelo.

El 27 van llegando los sobrevivientes del combate de Quilmes y se unen a los defensores del Puente de Gálvez. Los británicos, al llegar al Riachuelo, someten a los defensores del Puente a un duro fuego de artillería, obligándolos a retirarse. Seguidos de cerca por los británicos que cruzan en balsas y botes manejados por marineros al mando de King. 

Por su parte, el virrey Sobremonte, al frente de las fuerzas de caballería reforzadas con las milicias de Olivos, San Isidro y Las Conchas (Tigre) en número de unos 2000 hombres, rehuye el combate y se repliega por las Barracas hacia la Plaza Mayor. Pero el Virrey, al llegar al centro decide abandonar Buenos Aires para salvar el Tesoro y marcharse a Córdoba con la intención de resistir allí y, con ayuda de Lima o Santiago de Chile, formar un ejército en el Interior para repeler la invasión y reconquistar la capital virreinal. 

Es así que, al mediodía, un oficial británico con bandera blanca de parlamento se presenta en el Fuerte exigiendo la rendición de la Ciudad de Buenos Aires y comprometiéndose a respetar la religión y las propiedades de los vecinos. Los miembros del ayuntamiento, junto con los principales vecinos y los jefes militares, agolpados en el Fuerte, aceptan la intimación y exponen en un escrito unas condiciones mínimas para la capitulación. Entre las 15 y las 16 la tropa británica desfila en la Plaza Mayor, donde forma de cara  al Fuerte a la espera de novedades, dispuestos a atacar si es necesario. Poco después, el brigadier Beresford recibe la rendición formal de los cabildeantes.

Pero ya el mismo 29 se tienen noticias de un grupo de patriotas catalanes que comienza a instigar contra los ingleses. Provisto de un salvoconducto Liniers llega a Buenos Aires desde la Ensenada donde había dejado a sus cañones. 

El 1º de julio Santiago de Liniers se entrevista con fray Gregorio Torres, prior de Santo Domingo, y con Francisco Antonio Letamendi, mayordomo de la Cofradía del Santo Rosario. Liniers cuenta a ambos del voto solemne que ha hecho en el transcurso de la Misa a la imagen de la Virgen del Rosario, ofreciéndole las banderas tomadas a los británicos si la reconquista de la ciudad tiene éxito. 

En la noche de ese primero de julio, Martín de Sarratea, suegro de Liniers, ofrece una comida en honor de los británicos en su casa. El marino vandeano, esquivando astutamente los juramentos a los nuevos amos y  a las guardias británicas que patrullan Buenos Aires, logra escapar hacia San Isidro desde donde pretende cruzar a Montevideo para organizar allí la resistencia.

El 3 de julio un destacamento británico parte hacia Luján para interceptar al Virrey y capturar el Tesoro. El capitán Gillespie, comisario de prisioneros, comienza a tomar juramento a todos los oficiales virreinales detenidos. 

El 7, también las autoridades virreinales bonaerenses prestan juramento de fidelidad a Su Majestad Británica. 

El 10 el destacamento que había sido despachado a Luján, regresa con plata acuñada y en barra del Tesoro de Buenos Aires pero sin haber logrado capturar al Virrey que había apurado la marcha a Córdoba. Ese mismo día, toca el turno a los vecinos prominentes de Buenos Aires, tanto de la ciudad como de la campaña, que comienzan a prestar juramento al rey británico. 

Mientras tanto, el 14, el virrey Sobremonte traslada la capital del Virreinato del Río de la Plata a la ciudad de Córdoba. 

El 15, un grupo de hombres al mando de Felipe Sentenach, apodado "los catalanes" por la nacionalidad de su jefe, pone en marcha el “plan de minas” con el objeto de dinamitar el Fuerte y el cuartel de la Ranchería cuando estén allí reunidos los oficiales británicos y el grueso de sus tropas. Santiago de Liniers comunicará luego que se niega a apoyar el plan que considera deshonroso. 

El 16, Liniers, habiendo evadido a la escuadra británica, llega a Montevideo y se entrevista con el gobernador oriental Pascual Ruiz  de Huidobro, ofreciéndoles sus servicios para encabezar la expedición contra Buenos Aires. 

El 18 los “catalanes” se ponen en contacto con el gobernador de Montevideo, quien les informa que ya ha tomado medidas para la reconquista de Buenos Aires y les prohíbe proseguir con su plan. 

El 21 llega a San Isidro desde Montevideo, Juan Martín de Pueyrredón con otros hombres que tienen la misión de reclutar voluntarios en la campaña de Buenos Aires. 

Por su parte, el 23, los “catalanes” alquilan la chacra de Perdriel para concentrar a sus voluntarios.

El 24 el “H.M.S. Narcissus” parte hacia Inglaterra con el botín capturado. Allí, al llegar será recibido con festejos. Los diarios londinenses aplaudirán este nueva victoria de las "Armas Británicas". Las autoridades británicas, que había declarado en rebeldía a Popham poco tiempo antes, ahora condonan todo lo actuado.

El 29, los voluntarios de la campaña reciben información de que el desembarco de Liniers es inminente y se les pide concentrarse en la chacra de Perdriel, propiedad de Domingo Belgrano, alquilada por Sentenach. 

El 31, en Perdriel, se reúnen más de 1000 hombres procedentes de San Isidro, Morón, Pilar y Luján, que son puestos bajo el mando de Juan Martín de Pueyrredón. El siguiente punto de reunión era la villa de Luján, capital de la campaña bonaerense, adonde fueron llegando los soldados voluntarios comandados por Pueyrredón, unos bravos al mando de Martín Rodríguez y los restos del Regimiento de Blandengues bajo las órdenes del teniente coronel Antonio de Olavarría. 

Por su graduación militar Olavarría tuvo el mando de toda la tropa, aunque Pueyrredón, como delegado del gobernador de Montevideo, era el verdadero jefe. Los voluntarios decidieron ampararse bajo el patrocinio de la Santísima Virgen y llevar al campo de batalla el estandarte de la Purísima Concepción que les ofrendó el Cabildo lujanense. Cuentan las crónicas de la época que antes de iniciarse la marcha hacia Buenos Aires se celebró por la mañana una Misa solemne en honor a la Purísima, patrona de la villa, colocándose su estandarte y las armas del Monarca reinante a los costados del altar mayor, asistiendo la totalidad de la tropa. 

A la noche mientras tanto en Buenos Aires, el brigadier Beresford asiste con sus oficiales a una función en el Teatro de la Comedia. De regreso en el Fuerte y enterado de lo ocurrido, sin alterarse Beresford ordena al coronel Sir Denis Pack (1775-1823), jefe del Regimiento 71, marchar sobre Luján. 

Es así que, el 1º de agosto, una columna británica, compuesta de 500 escoceses del "71" y 50 ingleses del batallón Santa Elena, parte al encuentro de los hombres de Pueyrredón. A las 8 sorpresivamente los británicos atacan el campamento de Perdriel. Al grito de “Santiago ¡y cierra España!” y “Mueran los herejes” las tropas bonaerenses enfrentan al “infiel”, veterano de cien batallas. No obstante, pese al desborde de entusiasmo y al derroche de valentía, el combate fue desfavorable para nuestras fuerzas, no pudiendo soportar la impresionante "carga" de los Highlanders. Vencidos, muchos paisanos, incluyendo a Pueyrredón mal herido, logran escapar. Los británicos capturan a un alemán católico, que venía con las tropas británicas y había desertado para unirse a los españoles americanos, y lo fusilan.

La principal unidad británica en Buenos Aires en ese tiempo era el 1º Batallón del Regimiento 71º de Highlanders, originalmente llamado Regimiento 73º de Highlanders, conocido también como Lord MacLeod’s Highlanders. Reclutado y reunido en 1777 por primera vez, estuvo compuesto por 1100 efectivos (840 escoceses de las Tierras Altas, 226 escoceses de las Tierras Bajas, y completado con 34 ingleses e irlandeses). En 1786 se modificó la numeración, dándole a este regimiento el número 71 (el anterior “71” había sido destruido durante la Guerra de Independencia de América del Norte). Como todos los regimientos escoceses, sólo combatía en el extranjero, especialmente en la India, donde estuvo asignado desde su creación. Para 1800 el regimiento contaba con 800 efectivos, de los cuales sólo 600 eran  verdaderos escoceses de las Tierras Altas ("highlanders"). En 1804 se formó un segundo batallón en Dumbarton que reclutaba especialmente en la ciudad Glasgow, por lo que posteriormente será renombrado como Glasgow Highland Regiment, aunque en realidad funcionó durante su existencia (hasta 1808) como reserva del primer batallón u otras unidades del Ejército. En 1806 el “1/71” fue enviado al Cabo de Buena Esperanza a combatir a los holandeses, y fue así que, posteriormente, participa en la expedición a Buenos Aires. En 1808 pasará a la Península Ibérica donde tendrá una actuación destacada. En 1809, terminada la campaña de la Península, el “1/71” quedará reducido a 560 efectivos y será rebautizado como 71st Regiment (Highland Light Infantry) [Regimiento 71º de Infantería Ligera de las Tierras Altas]. Sólo los gaiteros portaban el famoso “kilt” (pollera escocesa), mientras que el resto de las tropas sólo se distinguían del resto del Ejército Británico por una cinta en tartán (escocesa) alrededor del gorro. Su última acción bélica fue en la batalla de Waterloo, donde tuvo una acción destacadísima, siendo el último regimiento en cesar el fuego tras la rendición de los franceses.

Regresando al Río de la Plata, el 2 de agosto de 1806, ante el fracaso del combate de Perdriel, los “catalanes” envían una comunicación a Liniers pidiéndole detenga la reconquista hasta que logren el objetivo de volar el Fuerte. Consideraban que, tras lo ocurrido en Luján, un combate con los británicos en campo abierto era una locura.

En la noche del 3, parte Liniers con sus hombres, desde Colonia del Sacramento, efectuando el cruce del Río de la Plata. El contralmirante Popham había dispuesto cinco cañoneras afectadas a la vigilancia de la costa norte rioplatense. El traslado de los hombres se hacía imposible y en caso de ser detectados, fracasaría toda esperanza de pronta reconquista de la capital del Virreinato. Liniers ordena a los lanchones organizar rezos del Rosario. Es así que surgen una espesa niebla, que pronto se convierte en oportuno temporal; la “Sudestada” rioplatense aleja así a las embarcaciones británicas que temen quedar varadas en los bancos de arena del río y parten en dirección al Atlántico. 

El 4 de agosto, con unos 1300 hombres desembarca Liniers en en el fondeadero del río Las Conchas (hoy río Reconquista, en la ciudad de Tigre). En Olivos desembarcan otras tropas procedentes de Colonia, como la Compañía de Granaderos Voluntarios. Se le unen también 300 marineros de la flotilla del Río de la Plata al mando del brigadier Juan Gutiérrez de la Concha. 

La proclama de Liniers reza: 

“Si llegamos a vencer, como lo espero, a los enemigos de nuestra patria, acordaos, soldados, que los vínculos de la nación española son de reñir con intrepidez, como triunfar con humanidad: el enemigo vencido es nuestro hermano, y la religión y la generosidad de todo buen español le hace como tan natural estos principios que tendrán rubor de encarecerlos”. 

A la noche del 4 una violenta lluvia, la Sudestada, azota ahora las posiciones de Liniers que deben detener la marcha para acampar. El brigadier Beresford, enterado, organiza una expedición contra Liniers pero debido a la falta de caballería y a las condiciones climáticas decide posponerla. 

Este fenómeno metereológico será destacado posteriormente en un sermón por fray Grela, quien afirmó que se trató de una ayuda del Cielo para nuestras tropas, que de esa manera pudieron avanzar con paso firme hacia Buenos Aires sin ser detenidos y encabezados por el “héroe Reconquistador”, con el apoyo de hombres, mujeres y niños, a modo de Cruzada. 

En la mañana del 5, aún bajo la lluvia y con inundaciones y lodo, los españoles, peninsulares y criollos, comienzan la marcha. Se le une una tropa voluntaria de caballería que Pueyrredón había juntado entre los sobrevivientes de Perdriel. 

El 8 Liniers llega penosamente a San Isidro y detiene la marcha a la espera de una mejora en el clima. Estando la expedición reconquistadora en peligro, Liniers organiza nuevos rezos del Rosario para pedir una mejora climática que permita continuar. Así también el ilustre capitán ordenó al Dr. Letamendi que se cantara una Misa solemnísima en el altar de la Virgen del Rosario y que no dudase de la victoria. 

El 9 amanece con mejores condiciones y Liniers ordena retomar la marcha. Las primeras tropas “auxiliadoras” alcanzan ese mismo día la Chacarita de los Colegiales.

La reconquista de Buenos Aires hubiese sido imposible si no era por las fuerzas populares porteñas que se armaron por su cuenta y a riesgo de su vida, abandonan la ciudad, para unirse a las fuerzas de Liniers. Al mismo tiempo, enterados del avance de Liniers, los miembros del Cabildo de Buenos Aires preparan hombres y armamentos que hacen llegar clandestinamente al marino vandeano. Muchos pechos de los auxiliadores lucían el Santo Escapulario del Carmen, lo que haría exclamar a Beresford que deseaba verse "con la gente del Escapulario". El "Ejército Custodio de la Fe y de la Patria", como también fue llamado, portaba reciamente, además, el estandarte de la Cofradía del Santísimo Sacramento y el de la Purísima de Luján. 

El 10 Liniers llega a los Corrales de Miserere. Sorprendido por la forma en que crecen las fuerzas de Liniers a medida que avanza, el brigadier Beresford piensa en retirarse a través del Riachuelo hacia Barragán para reembarcarse. Pero no le dan los tiempos para una evacuación y se apresta para una defensa de la plaza conquistada. 

En la tarde del 10, el capitán Hilarión de la Quintana, emisario de Liniers, presenta a los británicos una intimación de rendición que Beresford rechaza por razones de honor. Los británicos se concentran y atrincheran en torno a la Plaza Mayor. Liniers se desplaza en una marcha de flanco sobre el Retiro. En el camino de las fuerzas reconquistadoras se siguen sumando hombres, ya ahora en forma masiva y entusiasta. 

En la madrugada del 11 Liniers alcanza el Retiro con 1936 hombres, 6 cañones y 2 obuses. El líder de la Reconquista no parecía vulnerable a las balas enemigas, lo que llevará al deán cordobés Funes a sostener lo siguiente: 

“¿Deseáis otros convencimientos del favor particular de esta Señora? Acercaos, pues, a su devoto General, y los muertos que caen a su lado como sus vestidos pasados de balazos os harán ver, o que el plomo respetaba su persona, o que sólo se acercaba para dejarnos señales de una vida que el cielo protegía”. 

Al mediodía del 11, la Ciudad de Buenos Aires estalla en rebelión abierta. Desde las azoteas y balcones, los vecinos disparan sobre los británicos. Estos intentan evacuar el Retiro y dirigirse hacia la Plaza Mayor, pero son derrotados. Popham baja a tierra y se entrevista con Beresford, y deciden emprender esa misma noche la retirada.

Por su parte, Juan Martín de Pueyrredón, con un grupo de soldados criollos entre los cuales se encontraba  el salteño Martín Miguel de Güemes, carga con la caballería sobre el barco británico H.M.S. Justine, que había quedado varado en la playa frente a Buenos Aires: desde la barranca saltan a caballo sobre la cubierta del Justine, para sorpresa de los marinos ingleses. 

Después de desalojar a los británicos de sus posiciones en la Plaza del Retiro, el 12 de agosto Liniers marcha hacia el Fuerte donde se hallaba acantonado Beresford con casi todas sus fuerzas de infantería. 

Por las calles de Buenos Aires avanzan las columnas de los reconquistadores. La Companía de Granaderos del Batallón de Voluntarios de Infantería de Buenos Aires, con 94 soldados, 1 teniente y 1 subteniente, al mando del capitán Juan Ignacio Gómez, compone la principal fuerza, avanzando por la calles Florida, del Correo (hoy Perú), luego San Francisco (hoy Moreno), hasta llegar a la calle de la Merced (hoy Defensa). 

A las 10 de la mañana, Liniers instala su cuartel general en el atrio de la iglesia de la Merced e inicia el ataque final. 

Soldados y pueblo atacan a muerte a los británicos atrincherados en la Recova que cruza la Plaza Mayor. Tras la muerte del capitán George W. Kennet, Beresford ordena la retirada de todos sus hombres hacia el Fuerte. Poco después, pide parlamento.

Escoltado por Quintana, Beresford se reúne con Liniers, quien lo felicita por la resistencia y le comunica que sus tropas deberán abandonar el Fuerte y depositar sus armas al pie de la galería del Cabildo. A las 15 el Regimiento 71 desfila al son de sus gaitas por última vez en la Plaza Mayor de Buenos Aires y los soldados escoceses dejan sus fusiles al pie del ayuntamiento. Con 1600 prisioneros, 36 cañones, 4 morteros y 4 obuses, además de hacer entrega de la bandera del célebre "71". 

Por su parte, en un último acto desesperado, Popham ataca la batería de Ensenada y la inutiliza, luego parte hacia Montevideo para reunirse con el resto de la flota. Los británicos habían perdido 48 muertos (incluyendo oficiales), 107 heridos y 10 perdidos.

En ese momento, las tropas leales consistían del Real Cuerpo de Artillería con 3 cañones de 4 libras y 2 obuses de 6 pulgadas, al mando del capitán Francisco Agustini, con 2 oficiales y 131 soldados; 323 soldados del Real Cuerpo de Marina; la Compañía de Granaderos del Regimiento de Infantería Fijo de Buenos Aires con 2 oficiales y 105 soldados; el Batallón de Voluntarios de la Infantería de Milicias de Buenos Aires con 300 soldados; el Batallón de Voluntarios de la Infantería de Milicias de Montevideo en 2 compañías con 10 oficiales y 138 soldados; la Compañía de Migueletes y Miñones Catalanes de Montevideo con 2 oficiales y 120 soldados; el Regimiento de Dragones Fijo de Buenos Aires en 3 compañías de dragones y 1 de granaderos con 16 oficiales y 216 soldados; los voluntarios de Caballería de Milicias de Buenos Aires al mando de Juan Martín de Pueyrredón con 114 soldados a caballo; los voluntarios de Caballería de Milicias de la Colonia del Sacramento con 6 oficiales y 102 soldados a caballo; haciendo un total de 1930 hombres.

Días después de la victoria nuevamente el Padre Grela elogió la piedad y humildad del caballero don Santiago de Liniers: 

“Humeando aún el fuego, sin enjugarse todavía la sangre derramada en fuerza de su poder, ¿no le hemos visto al pie de nuestros altares, olvidado de los vivas y demás públicas aclamaciones con que todo el pueblo celebra su triunfo, puesto en forma de cruz, dando gracias al Señor por medio de su augusta Madre, y confesando con la más tierna sumisión que Él ha sido el autor de su gloria?”. 

El 14 se celebra en el ayuntamiento de Buenos Aires cabildo abierto, mientras unas cuatro mil personas reunidas en la Plaza Mayor vivaban a Liniers y piden la destitución del Virrey al que acusan de cobarde. La deposición del virrey Sobremonte se hizo “por considerarlo preciso para la defensa de la tierra y conservación en ella de la sagrada religión, que quieren extirpar y extinguir los ingleses, enemigos de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana”. 

En esa sesión, el Cabildo decide comunicar el triunfo a la Corona y la organización de milicias de defensa; Sobremonte es finalmente destituido como virrey; Liniers es designado jefe militar y a Lucas Muñoz Cubero, regente de la Audiencia, como jefe político. Por su heroica acción en la Reconquista, Santiago de Liniers recibe del Cabildo el nombramiento de teniente militar de Buenos Aires con el fin de organizar su defensa contra una segura segunda invasión.


jueves, 9 de agosto de 2012

Bicentenario de la Batalla de Tucumán: ¿Conmemoración de qué?


Nos desayunamos estos días con la noticia de que, dado que "el gran pueblo argentino salud" no tiene problemas graves en estos momentos, los "nos representates del pueblo de la nación argentina" han dado media sanción al proyecto para instalar un feriado nacional el día lunes 24 de septiembre próximo, cuando se cumplirán 200 años de la batalla de Tucumán. Se espera que los mandatarios de sus provincias "representativas, republicanas y federales" estarán al pie del cañón para dar su aprobación sin falta a tamaña necesidad ciudadana: un "fin de semana largo" para mini-vacaciones. 

Todo sea para sostener el mito de la "batalla que salvó a la patria".

La realidad es bastante distinta y, de no haber sido por un cúmulo de circunstancias imprevistas (como reconoció Paz), el resultado hubiese sido completamente otro.

Cuando el arrogante Moldes, creyendo la batalla ganada, exigió la rendición a Tristán; éste respondió cortante: "las armas del Rey no se rinden", haciéndose uno con los bravos hidalgos de la Reconquista, los  heroicos Tercios de Flandes y los intrépidos conquistadores del Nuevo Mundo. Y, a continuación, se replegó ordenadamente hacia Salta con sus fuerzas.

En cuanto a los números implicados en la batalla (tropas, heridos, capturados, muertos, etc.), muy "inflados" por el lado "patriota", se deben exclusivamente a la imaginación del inglés Sir Woodbine Parish, que ni siquiera estuvo presente ese día y habría recopilado la información muchos años después.


Francisco Fortuny, "La batalla de Tucumán, 24 de septiembre de 1812".
Se ve representado el mito sobre la participación de las montoneras gauchas.
Lo cierto es que, en medio de la confusión por el bombardeo de la Caballería de Tarija (realista),
 los gauchos atacaron las mulas y carros de carga
para hacerse con el botín que los jefes patriotas les habían prometido.
Otra muestra de iconografía propagandística.